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Palabras introductorias

Ayer como hoy, en este pequeño espacio geográfico, hom-bres y mujeres han tenido una historia de luchas y demandas en orden a la satisfacción de sus necesidades vitales. Hace doscientos años, en noviembre de 1811, una serie de revueltas y motines en la Provincia de San Salvador desestabilizaron la normalidad de la región centroamericana (llamada, en aquel entonces, Reino de Guatemala). Luego le siguieron otros alzamientos en León (Nica-ragua), Tegucigalpa, Guatemala y nuevamente en San Salvador. En ellas hubo un conjunto de demandas sociales, económicas y políticas dentro de un régimen que ya hablaba de libertades civiles. Ahora bien, las exigencias para mejorar los niveles de vida de la población (alimentación, vivienda, salud, trabajo, equidad, libertad, tolerancia…) fueron parte de los procesos que experimentó el país luego de la Independencia. Por tanto, no es extraño que encontremos un protagonismo de indígenas, mujeres, campesinos, trabajadores urbanos, universitarios, intelectuales, movimientos sociales y profesionales durante los regímenes republicanos-liberales del siglo XIX, el reformismo social de inicios del siglo XX, los regímenes militares de una gran parte de esa centuria, la guerra civil, hasta el día de hoy.

Si el panorama de nuestra historia se muestra así, ¿conviene preguntarnos sobre el pasado? Un argumento que algunos utilizarían sería el de no abrir las heridas pretéritas por las consecuencias negativas que ello acarrearía. Sin embargo, ¿cómo podremos enfrentar el futuro como país si no sabemos en dónde estamos parados? Atendiendo, entonces, a la ante-rior interrogante surgió la iniciativa de elaborar un libro que relatase a un público muy amplio y de manera breve ciertos procesos que incidieron, formaron y dinamizaron (para bien o para mal) a El Salvador.

Las revueltas de 1811, en un contexto de transformaciones atlánticas, han servido como punto de partida para llevar a cabo este balance de doscientos años. El libro finaliza con un escueto análisis de los vaivenes que ha sufrido la construcción de identidades en el país. Además, el lector encontrará otros procesos como la formación y disolución del primer experimento federal en Centroamérica; las reformas económico-políticas liberales durante el siglo XIX; el “martina-to” y la matanza de 1932; los regímenes militares; el conflicto honduro-salvadoreño suscitado en 1969; la guerra civil de la década de 1980 y su finalización a partir de los Acuerdos de Paz, firmados en 1992; el establecimiento del neoliberalismo y un balance de la vida cultural en ambos siglos.

A los autores de cada capítulo los ha guiado el interés por compartir sus valoraciones sobre cómo los habitantes de nuestro territorio se han apropiado de un conjunto de posi-bilidades para realizar con ellas su vida personal y colectiva. Valoraciones que parten de investigaciones realizadas durante varios años y que han intentado reconstruir la historia salva-doreña de manera distinta a la versión predominante (“oficial”, “positivista”, “canónica”, etc.). Todos los autores proceden de las ciencias sociales y las humanidades (historiadores, sociólo-gos, economistas, filósofos y literatos), siendo algunos de ellos extranjeros. Otros que no pudieron participar en este esfuerzo también están realizando una labor encomiable para mostrar comprensiones diferentes de la historia agraria, indígena, po-lítica y cultural salvadoreña. De cualquier forma, a los autores participantes va nuestro agradecimiento por haberse sumado al proyecto de una “historia mínima” de El Salvador.

Dirección Nacional de Investigaciones
Secretaría de Cultura de la Presidencia

I. San Salvador y Sonsonate durante las revoluciones hispánicas: 1808-1821

Sajid Alfredo Herrera Mena

A inicios del siglo XIX, el actual territorio de El Salvador estaba compuesto por dos espacios administrativos autónomos entre sí, nada más dependientes en lo judicial y político de la ciudad de Guatemala, capital del Reino que llevaba el mismo nombre. Estos eran: la Intendencia de San Salvador, cuya capital era San Salvador, y la Alcaldía mayor de Sonsonate, con su centro administrativo denominado Santísima Trinidad de Sonsonate. Al igual que todas las provincias de la América hispánica, desde el Virreinato de la Nueva España (actual Méxi-co) hasta el Virreinato del Río de la Plata (actual Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia), los territorios administrativos del Reino de Guatemala, incluidos, por supuesto, San Salvador y Sonsonate, eran parte de una monarquía plural. ¿Qué sig-nifica esto? Que, según las leyes que regían a estos territorios (las “leyes indianas”), ellos pertenecían a una entidad política confederada, compuesta por numerosos reinos, cuyo centro gubernativo era Madrid, sede del rey y su corte. Para entenderlo mejor veamos unos antecedentes.

Con la dinastía Habsburgo, casa real que gobernó con sus reyes a la Monarquía española desde el siglo XVI hasta el siglo XVII, la América hispánica fue legalmente considerada como los “Reinos de Indias”. Su estatuto jurídico-político no era de “colonia” o territorio de explotación económica al servicio de Madrid. Más bien, las provincias “indianas” o ame-ricanas tuvieron sus propias leyes, sus privilegios y deberes muy particulares, gozando, en principio, de los favores de los monarcas. En realidad, la Monarquía española se entendía en aquella época como el cuerpo humano: el rey era la cabeza y los demás miembros lo constituían todos los reinos existentes (los peninsulares, como Castilla, León, Aragón, Navarra, Granada y los “Indianos” como Nueva España, Nueva Granada, el Rei-no de Guatemala, entre muchos otros). Gracias a una cultura clientelar el rey había afianzado sus dominios americanos no solo con la conquista inicial, sino con una relación de favores y lealtades con sus vasallos. Si bien, la sociedad de la época carecía de la igualdad moderna que conocemos actualmente, los diferentes tipos de vasallos o súbditos del rey (criollos, in-dígenas, mestizos, mulatos…) poseían sus privilegios, derechos y obligaciones. Lo cual no significa que en la realidad no se cometieran arbitrariedades y explotación de unos hacia otros. Empero, no todo lo que acontecía en la cotidianidad era abuso ni debe entenderse así.

El siglo XVIII inició para la Monarquía hispánica con una nueva casa dinástica: los Borbones. Los reyes de esta casa de origen francés impulsaron varias reformas con el propósito de “modernizar” la Monarquía. Es más, dentro de ese afán re-formador, los ministros de uno de los reyes más emblemáticos de la casa Borbón, Carlos III, comenzaron a utilizar el término “colonias” para referirse a los Reinos Indianos. De cualquier forma, la mayoría de los habitantes americanos tenía conciencia de que ellos eran parte de una Monarquía plural, con privile-gios y deberes muy particulares, concedidos por los monarcas anteriores. Ahora bien, sería muy simplista afirmar que el siglo XVIII nada más fue una época de excesivo control de la vida cotidiana, que se caracterizó por un monopolio del comercio en beneficio de la Corona o por extremas medidas impositivas de los funcionarios regios hacia los súbditos americanos, siguiendo el proyecto reformista que se habían trazado. Por el contrario, también hubo iniciativas sumamente interesantes como la reforma educativa primaria y universitaria, la formación de nuevas redes de opinión y discusión (Sociedad de Amigos del País), el fomento agrícola, entre otras medidas. Pero volvamos a los inicios del siglo XIX.

Previo a 1800 en la Alcaldía mayor de Sonsonate ha-bitaban 16,495 indígenas y 8,189 mulatos y españoles (es decir, tanto criollos como peninsulares), distribuidos en una villa (Sonsonate) y 21 pueblos de indígenas y mulatos. En la Intendencia de San Salvador habitaban, hacia 1807, aproxima-damente 89,374 mulatos, 71,175 indígenas y 4,729 españoles, distribuidos en tres poblaciones de españoles (San Salvador, San Vicente y San Miguel) y en más de 120 pueblos indígenas y mulatos. A pesar de que el principal producto de exportación, cultivado y procesado tanto en las haciendas de españoles como en algunas parcelas familiares, fue el añil, también se cultivó y comercializó tabaco, caña de azúcar, cacao, maíz, etc. Hubo, asimismo, actividad ganadera y minera. Ahora bien, el poder político-económico se ubicaba en las poblaciones de espa-ñoles, encabezado por los funcionarios regios (intendentes y alcaldes mayores) y por los ayuntamientos. A estos últimos los integraban los miembros de las prominentes familias criollo-peninsulares. Tanto unos como otros se encargaron, además de administrar justicia, los mercados o las contribuciones, de controlar el “repartimiento”, es decir, el trabajo obligatorio de los indígenas en las haciendas de españoles; asimismo, recolectaban, a través de las autoridades indias en los pueblos (los cabildos), los tributos que pagaban aquellos a la Corona.

Hacia 1808 hubo una crisis inusitada en la Monarquía hispánica, que por supuesto afectó al Reino de Guatemala y a territorios como San Salvador y Sonsonate. Esta crisis fue parte de una geografía de guerra entre las potencias europeas, la cual estaba modificando al Mundo Atlántico. Napoleón Bonaparte había invadido la Península Ibérica, apresando a la casa real española e imponiendo a su hermano, José, como rey de Espa-ña e Indias. Previamente, la casa real portuguesa había huido hacia el Brasil, escapando del avance francés. Este vacío de poder en la Monarquía hispánica suscitó una serie de procesos muy importantes. Las autoridades interinas en la Península Ibérica (las denominadas Juntas), además de apoyar la guerra en contra de las tropas francesas, fueron madurando un nuevo régimen político para la Monarquía. En América también se formaron juntas en varias ciudades, manifestando su lealtad al rey cautivo, Fernando VII, y tomando las previsiones nece-sarias ante cualquier noticia que las autoridades interinas en la Península pudiesen anunciar. Pero frente a una coyuntura como esta, no fue extraño que algunos americanos hubiesen propuesto algo que, según su criterio, era inevitable: la inde-pendencia de España. Fue así como surgió la insurgencia en la Nueva España, la Nueva Granada, entre otras regiones. Claro está, la coyuntura la favoreció; sin embargo, desde mucho antes ya venía un descontento en ciertos sectores americanos por las políticas fiscales, monopólicas y excluyentes asumidas durante los Borbones.

La Intendencia de San Salvador fue sacudida por las noticias ocurridas en la Península y a fines de 1808 sus ayunta-mientos (para esa fecha había cuatro: Santa Ana, San Salvador, San Vicente y San Miguel) proclamaron su lealtad al cautivo Fernando VII y a las autoridades interinas. Igual hizo el ayun-tamiento de Sonsonate. Pero también, las manifestaciones de lealtad vinieron de los pueblos indígenas y ladinos, a través de sus gobiernos locales. A todos ellos, se les pidió ayudar a la guerra en contra de los ocupantes, haciendo donativos económicos. Aún con todo, la situación no solo era de guerra. En 1809 la Junta Suprema Central y Gubernativa de España e Indias, órgano que había asumido el control político a nombre de Fernando VII, además de manifestar la igualdad de derechos entre españoles y americanos, invitó a estos últimos a elegir o nombrar sus diputados para integrarla. Comenzaba aquí a desencadenarse lo que varios historiadores han denominado “las revoluciones hispánicas”. Veámoslo. Los ayuntamientos de la Intendencia de San Salvador participaron de este evento nombrando a individuos como el cura de San Vicente, Manuel Antonio Molina o el de San Miguel, Miguel Barroeta; de entre de ellos y los representantes de las otras regiones que integra-ban el Reino de Guatemala (Chiapas, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica) se elegiría al que integraría la Junta Suprema Central. Pero al final, ninguno pudo integrarla por lo conflictivo de la situación. Nuevamente, en 1810, el Consejo de Regencia, órgano sustituto de la Junta, convocó a los ayunta-mientos americanos para nombrar a su diputado a Cortes. En el caso de la Intendencia sansalvadoreña, salió electo el cura de San Miguel, José Ignacio Ávila.

Las Cortes fue una institución antigua de la Monarquía hispánica. Consistía en un congreso de diputados electos o nombrados por las ciudades y villas, a excepción de las ameri-canas, para aconsejar al rey sobre temas político-económicos importantes. Sus integrantes procedían también de la nobleza y la Iglesia, de tal manera que estaban representados los sectores o “estamentos” que componían a una sociedad jerárquica como lo era la hispánica. Por la tradicional ausencia americana es que el Consejo de Regencia estaba transformando la política de la Monarquía al invitarlos a que eligieran sus diputados a unas Cortes que tendrían un carácter transatlántico. Todavía más revolucionario fue el que este congreso, al iniciar sus se-siones el 24 de septiembre de 1810 en la Isla de León (Cádiz), proclamara la soberanía nacional, es decir, que la suprema potestad ya no residiría en el rey sino en la Nación española, en la reunión de los españoles de ambos hemisferios. Meses más tarde se fueron incorporando a las sesiones los diputa-dos americanos, entre ellos el de San Salvador, José Ignacio Ávila. Todos, el 19 de marzo de 1812, sancionaron y juraron la Constitución política de la Monarquía hispánica. Por primera vez, la Monarquía tendría un código jurídico compuesto por diputados de ambos lados del Atlántico, quienes representaban a la Nación soberana. Un código que limitaba el poder y distri-buía su ejercicio en una instancia legislativa (las Cortes), una ejecutiva (el rey) y en los tribunales de justicia; un código que reconocía la igualdad civil y la ciudadanía a amplios sectores de la población americana, que defendía la libertad de imprenta en temas políticos, que transformaba los territorios a partir de la elección de nuevas autoridades (diputaciones provinciales y ayuntamientos constitucionales), entre otros aspectos.

Cuando la Constitución de 1812 decía que la Nación era la reunión de todos los “españoles” no se refería únicamente a los nacidos en la Península Ibérica. Eran parte de ella, eran españoles también, los indígenas, los mestizos, mulatos, etc. Fue, entonces, en este escenario de las revoluciones hispá-nicas en el que ocurrieron dos episodios importantes para la Intendencia de San Salvador y la Alcaldía mayor de Sonsonate. Entre los años de 1811 y 1814, la Intendencia fue sacudida por conatos de revueltas y alzamientos de cierta envergadura. Durante el mes de noviembre de 1811 hubo varias revueltas en la capital y en otras poblaciones exigiendo la supresión del monopolio del aguardiente y tabaco así como de los tributos; se exigió la libertad para los curas señalados de estar vincu-lados a los proyectos insurgentes de Hidalgo y Morelos en la Nueva España (los curas Aguilar). Otros se sublevaron porque estaban vinculados a dichos proyectos rebeldes regionales o por el descontento con las autoridades peninsulares de San Salvador y con el poder de los comerciantes-exportadores guatemaltecos. Los sublevados de la capital hicieron un lla-mamiento a los demás pueblos para formar una especie de junta interina, pero todo fue en vano. A pesar de haber sido sofocados de manera pacífica por las autoridades de Guate-mala, los conatos de sublevación se mantuvieron hasta que en enero de 1814 nuevamente la Intendencia se vio sacudida por otra revuelta, aunque en esta las intenciones indepen-dentistas eran más claras. Como vemos, no hubo un único proyecto insurgente, sino varias iniciativas que coexistieron (independentistas, descontentos por motivos económicos, disputas entre los grupos de poder, etc.). Además, la parti-cipación de los sublevados fue amplia: criollos, indígenas, mestizos, mulatos y mujeres, cada grupo exigiendo de acuerdo a sus intereses particulares. Por otra parte, si los indígenas demandaron la supresión de tributos fue porque ya sabían que las Cortes reunidas en Cádiz lo habían ordenado, pues aquellos eran considerados españoles como los demás grupos étnicosy, por tanto, sujetos de los mismos derechos y obligaciones que los blancos.

El otro episodio, ocurrido gracias a las revoluciones his-pánicas, fue el de los procesos electorales desencadenados entre 1812 y 1813. Por ellos, indígenas, mestizos y muchos mulatos formaron sus gobiernos locales y eligieron a sus representan-tes tanto para la diputación provincial, con sede en ciudad de Guatemala, como para las Cortes en Cádiz. Se ha creído hasta ahora que lo más importante de este período fueron las suble-vaciones de 1811, cuando a la vez hubo otras formas cómo los pueblos pudieron hacer sus peticiones, exigir sus demandas o manifestar su condición jurídica dentro de la sociedad. Por vez primera, los hombres casados y con un oficio, pertenecientes a aquellos grupos étnicos, quienes fueron considerados anterior-mente por la Corona como “menores de edad” en términos de participación política, hicieron uso de su derecho ciudadano para elegir a sus autoridades locales, regionales y nacionales. La tranquilidad de los pueblos de pronto se vio interrumpida por una fiebre electoral y ciudadana nunca vista. Es cierto que los mecanismos electorales no consideraban todavía el voto directo; no obstante, se había dado un gran paso en la cons-trucción de una experiencia política al interior de los pueblos, hasta ese momento no imaginada, y de la que, posteriormente, los gobiernos republicanos aprovecharían para fortalecer a sus instituciones. Las nuevas autoridades locales elegidas en los pueblos indígenas y mulatos tendrían el mismo poder que las criollas; ninguna autoridad quedaría sujeta a otra porque la Constitución reconocía la igualdad de todos ante la ley. Con esto, lo criollos ya no tendrían argumentos para explotar la mano de obra indígena en sus haciendas, pues se verían fre-nados por las nuevas autoridades de los pueblos.

Por otro lado, los ciudadanos eligieron a las autoridades regionales, denominadas por la Constitución de 1812 como diputaciones provinciales. Estas fueron pequeños congresos en donde se deliberaban asuntos de carácter económico y social de mucha incumbencia para las poblaciones. En el Reino de Guatemala hubo dos sedes de dichos organismos: Guatemala y León (Nicaragua). Tanto la Intendencia de San Salvador como Sonsonate dependieron de la diputación de Guatemala. Los representantes de San Salvador y Sonsonate en aquella diputación fueron José Matías Delgado y José Simeón Cañas, respectivamente. Pero al regresar Fernando VII de su cautiverio en 1814, con la expulsión de los franceses de la Península Ibé-rica, todas las instituciones creadas por las Cortes y la misma Constitución fueron disueltas. ¿Cabría pensar, entonces, que el experimento constitucional en estas tierras fue pasajero, sin importancia e impacto? Realmente no. En 1820, se le forzó a Fernando VII re-instituir el régimen constitucional y así su-cedió. Se reinstalaron las Cortes en Madrid, la Constitución de 1812 y las instituciones, derechos y transformaciones políticas desatadas años antes. Es cierto que las revoluciones hispáni-cas tuvieron muchos vacíos y desaciertos: a las mujeres no se les reconoció la ciudadanía, no fue disuelta la esclavitud de la población afrodescendiente, la igualdad ante la ley no siempre funcionó en la práctica, los diputados peninsulares fueron muy reacios al aceptar varias propuestas americanas… Con todo, y paradójicamente, estas revoluciones no solo posibilitaron a la región centroamericana independizarse en 1821 de España; independencia que asimismo fue impactada por el federalismo estadounidense y la revolución francesa. Las revoluciones his-pánicas también heredaron algunas instituciones, principios y mecanismos por los que el nuevo régimen republicano, nacido de la Independencia, pudo diseñar su sistema socio -político. Es más, esta herencia fue aprovechada por indígenas, mestizos y mulatos para continuar haciendo respetar sus derechos más allá de la utilización de estrategias insurgentes.

II. Independencia y república Adolfo Bonilla

Las ideas independentistas fueron evolucionando en América Central desde la posición de autonomía defendida en San Salvador el 5 de noviembre de 1811 hasta la declaración de independencia absoluta de España o México en 1823. El acta del 15 de septiembre de 1821 no significó la independencia absoluta de las antiguas provincias del Reino de Guatemala. De hecho, una provincia de dicho Reino, Chiapas, declaró antes del 15 de septiembre su ruptura con España y su anexión a México.

Al conocer la declaración del 15 de septiembre de 1821, las diferentes provincias, las ciudades de León, Cartago y Co-mayagua, la aceptaron, pero simultáneamente se anexaron a México, de tal manera que América Central quedó dividida en una parte independiente y otra anexada a México. Quetzaltenan-go, por ejemplo, se anexó el 15 de noviembre a México. La Junta Provisional Consultiva nombrada para gobernar se vio forzada a abandonar la propuesta de organización de un congreso el 2 de marzo de 1822, previsto en el Acta de Independencia, para discutir la constitución que se debía adoptar y convocó a una consulta o referéndum el 29 de noviembre de 1821 para decidir su futuro político. Se consultó la opinión de los ayuntamientos, y el 2 de enero de 1822 se conoció el resultado: 104 a favor de la anexión; 11 a favor con condiciones; 21 a favor de que decidiera el congreso del 2 de marzo; 32 dejaron la decisión en manos de la Junta Provisional Consultiva; San Salvador y San Vicente votaron en contra de la anexión. De tal manera que el 5 de enero de 1822 se declaró oficialmente la anexión a México con la oposición frontal y decidida de San Salvador. José Ce-cilio del Valle, miembro de la junta, publicó un voto disidente señalando que los que votaron a favor tenían derecho a hacerlo, pero criticó el método ya que según él ni los ayuntamientos ni la junta tenían autoridad para tomar dicha decisión; además, esta no fue tomada libremente ya que se hizo bajo la presión mexicana y también en Guatemala se sabía que las personas que controlaban las tropas estaban a favor de la anexión. Valle a pesar de esta crítica fue electo diputado al congreso mexicano.

Los debates alrededor de la independencia de España y la anexión a México muestran las motivaciones y preocupa-ciones que tenían los defensores de cada posición. Las noticias de la independencia de la mayor parte de América del Sur y el éxito del proceso de independencia en México ejercieron gran influencia en América Central. El 24 de febrero de 1821, Agustín de Iturbide, un oficial realista, cambió de bando y junto a Vicente Guerrero proclamaron el Plan de Iguala. Las tropas realistas se rindieron el 13 de septiembre de 1821 e Iturbide ingresó a la ciudad de México el 27 de septiembre del mismo mes. El Plan de Iguala le pareció muy atractivo a muchos cen-troamericanos porque proponía una monarquía constitucional, garantizaba la independencia, respetaba la religión católica y promovía la unión de españoles y americanos. La maduración de las ideas a favor de la independencia tenían un desarrollo propio en América Central y políticamente el proceso fue muy original e interesante. Desde el punto de vista militar, México y América del Sur llamaron más la atención.

Hay cuatro discusiones fundamentales que explican las posiciones adoptadas en el debate de la independencia y anexión a México. En primer lugar, preocupaba la viabilidad de una América Central independiente. En ese territorio la independencia nunca se vio con mucho optimismo porque la región económicamente estaba en bancarrota y su principal producto de exportación, el añil, estaba en crisis. Los líderes que trabajaron por la anexión dudaban de la capacidad de América Central para ser autosuficiente. Esto no debe extra-ñar pues Simón Bolívar propuso la organización de la Gran Colombia (Venezuela, Colombia y Ecuador) porque dudaba de la capacidad de Venezuela para ser autosuficiente. Si se dudaba de la capacidad de América Central para ser autosuficiente, los centroamericanos debieron sentir horror al tratar de hacer autosuficientes a las cinco Estados que se configuraron luego de la ruptura de la unidad centroamericana en 1838. La idea de pertenecer a un gobierno con un territorio del tamaño de Nueva España y el Reino de Guatemala juntos era muy atractiva y en el contexto de los grandes imperios justificable.

En segundo lugar, los partidarios de la anexión a México expresaban una preferencia por la forma de gobierno definida como monarquía constitucional propuesta en el Plan de Iguala. Juan José Aycinena lo expresó claramente al decir que apoyó la anexión a México porque estaba convencido de que Inglaterra era grande por tener esa forma de gobierno. Él aspiraba a tener un gobierno que pudiera convertir gradualmente al país en “tan poderoso, ilustrado y opulento como la Gran Bretaña”. Esta idea de la monarquía constitucional tenía su precedente en las instrucciones presentadas por el Ayuntamiento de la Ciudad de Guatemala a su diputado a las Cortes de Cádiz en 1810, y a la misma Constitución española de 1812. Esta posición era razonable en un contexto político e intelectual donde la cons-titución inglesa despertaba mucha admiración y respeto. No olvidemos que Francisco de Miranda y Simón Bolívar hicieron grandes elogios de esa Constitución. En tercer lugar, los que se oponían a la anexión a México, y en concreto el liderazgo de San Salvador y minorías en la Ciudad de Guatemala, Teguci-galpa, Granada, y San José, aspiraban a establecer un gobierno bajo los auspicios de la igualdad, es decir, un gobierno popular republicano y representativo cuyo ejemplo se desarrollaba con éxito en los Estados Unidos de América. En cuarto lugar, en la mayoría de las provincias se desarrolló una aspiración por superar control estricto de la Ciudad de Guatemala. En el caso de la anexión a México, el control centralista solo cambiaba de sede de Guatemala a México. Por esa razón defendieron el principio federal en la Constitución. San Salvador fue férreo adepto del gobierno representativo y del federalismo. Las po-siciones en contra de la anexión a México eran tan razonables como las que estaban a favor.

La anexión a México no funcionó como se esperaba por tres razones. En primer lugar, para los mexicanos fue imposi-ble establecer el imperio mexicano. No contaban con la base aristocrática que es el fundamento natural de una monarquía. El rechazo de un miembro de la dinastía de los Borbones a asumir la corona mexicana obligó a proclamar emperador a Agustín Iturbide. Iturbide cometió el error de marginar del gobierno a los insurgentes. Estas razones dejaron sin apoyo al emperador, quien fue forzado a abdicar el 19 de marzo de 1823. En segundo lugar, en América Central se pensaba que las riquezas mexicanas ayudarían a solventar los problemas econó-micos centroamericanos. Todo lo contrario: México empezó a exigir contribuciones que no se estaba en posición de aportar. En tercer lugar, la oposición de San Salvador y San Vicente a la anexión a México fue férrea y tuvo que resolverse por la vía militar. El desarrollo de esta lucha creó las condiciones internas para que una vez colapsado el imperio mexicano se convocara a la Asamblea Nacional Constituyente, la cual el 1 de julio de 1823 declaró la independencia absoluta de las Provincias Unidas de América Central… Con razón se define a San Salvador como la cuna de la independencia.

San Salvador conoció la decisión de la anexión a México y declaró su independencia de Guatemala y México el 11 de enero de 1822. José Matías Delgado fue nombrado Jefe Político y Manuel José Arce, comandante militar. El 29 de mayo Iturbide reemplazó a Gabino Gaínza como jefe político en Guatemala por el brigadier Vicente Filísola, quien asumió funciones el 21 de junio. El 3 de junio, San Salvador derrota en la misma ciudad a las tropas enviadas de Guatemala para sofocar la rebelión bajo el Mando del general Manuel Arzú. El 26 de octubre Filísola empieza a movilizar tropas hacia San Salvador. El 12 de noviembre el Congreso de San Salvador declaró la anexión condicional a México. Esta propuesta fue rechazada en México y San Salvador tomó la decisión de resistir militarmente al Impe-rio Mexicano. El 22 de noviembre, como medida de protección, el Congreso de San Salvador tomó la decisión de anexarse a Estados Unidos de América. Esta decisión nunca fue discutida por el gobierno de ese país. Filísola sitió San Salvador, pero la ciudad se rindió luego de heroica resistencia. San Salvador celebró dicha gesta como un acto heroico por muchos años. El 19 de marzo abdicó Iturbide y ante el vacío político Filísola fue convencido para convocar a la Asamblea estipulada en el Acta de Independencia. Las sesiones comenzaron el 29 de junio y el 1 de julio de 1823 se declaró la independencia absoluta. Por su protagonismo a favor de la independencia de España y por su lucha contra la anexión a México, los líderes de San Salvador y un pequeño grupo de líderes de Guatemala asumieron un gran protagonismo en la definición de las instituciones políticas de la América Central independiente.

José Matías Delgado fue nombrado primer presidente de la Asamblea Nacional Constituyente; Manuel José Arce, de San Salvador; Juan Vicente Villacorta, de San Vicente, y Pedro Molina, líder liberal de Guatemala, fueron nombrados para el triunvirato a cargo del poder ejecutivo; y José Francisco Barrundia, de Guatemala, adepto a la república antigua, fue nombrado como presidente de la Comisión de Constitución.

La Asamblea Nacional Constituyente fue un cuerpo dis-tinguido y, sobre su trabajo, Manuel Montúfar y Coronado dijo lo siguiente: “Logró unir las cinco provincias. En el momento de su clausura, el 23 de enero de 1825, dejó electos todos los gobiernos de los Estados. Abolió los privilegios hereditarios, permitió irrestricta libertad de expresión, estableció la tole-rancia de la práctica privada de cualquier religión, promulgó la ley para estimular la inmigración, organizó el sistema de tarifas, desarrolló un proyecto para hacer un canal en Nica-ragua y tomó la iniciativa para hacer un congreso americano en Panamá”. Detrás de las acciones de la asamblea había un espíritu humanista, igualitario e ilustrado. La falla de la Asamblea Nacional Constituyente fue apro-bar una constitución interesante, pero llena de contradicciones y difícil de practicar; una constitución que no estaba adaptada al espíritu, las aptitudes, el nivel educativo y las costumbres del pueblo centroamericano de la época.

¿Cuáles eran las contradicciones principales en la Cons-titución? En primer lugar, en la organización de los poderes del Estado. Se adoptó la separación de poderes de Montesquieu entre ejecutivo, legislativo y judicial. Por ello aparece un poder legislativo investido en el Congreso federal, un poder ejecutivo investido en un presidente y un poder judicial investido en una Corte Suprema de Justicia. Pero además se creó un cuarto poder llamado “Senado”, que era un cuarto poder y que asumía fun-ciones de los otros tres. Era parte del legislativo porque tenía el poder de veto, era parte del ejecutivo porque los ministros del ejecutivo respondían a ese cuerpo, y era parte del poder judicial porque era cámara de justicia para conflictos entre los estados. El senado centroamericano era un poder absoluto, capaz de paralizar el funcionamiento de la Constitución.

El segundo aspecto más observado es que la Constitución de 1824 no era realmente federal. La Asamblea Nacional Cons-tituyente no reconoció en la Constitución la soberanía de los estados como corresponde a una constitución federal. Desde ese punto de vista era una constitución centralista. Desde el punto de vista de los impuestos es una constitución confederal, ya que el gobierno federal no tenía estructura propia para captar sus impuestos, sino que dependía de que los colectaran para él los gobiernos estatales. Se puede concluir que la Constitución de 1824 pretendió ser simultáneamente federal, centralista y confederal. Y las contradicciones salieron a flote durante la guerra civil.

III. ¿Cuál república? Las iniciativas de organización política centroamericana

Xiomara Avendaño Rojas

En 1823, las antiguas provincias del Reino de Guatemala decidieron establecer un sistema político republicano. Durante un siglo (1823-1921), los estados centroamericanos debatieron diversas propuestas de unión política: la federación, la confe-deración y la república unitaria. En este esfuerzo se destaca la participación de El Salvador, Honduras y Nicaragua como gestores constantes de la gran República. Pero estos proyectos, en lugar de propiciar el consenso, llevaron al enfrentamiento. Al final, en la década de 1920, la última propuesta fue desarticulada por las guerras internas y la influencia de los Estados Unidos.

Durante las primeras décadas de experiencia republi-cana, la sociedad centroamericana todavía era una sociedad de cuerpos o estamentos: ayuntamientos, órdenes religiosas, pueblos de indios, gremios, milicias y cofradías organizados en torno a un interés común. A partir de 1812, bajo la influencia de la Constitución de Cádiz, se organizó un sistema electoral indirecto a través de tres niveles de elecciones, la participación fue amplia en la base y en la cúspide unos pocos que podían llegar al poder al llenar los siguientes requisitos: vecinos de las ciudades o villas, mayores de 25 años, casados, poseedores de bienes o con profesión u oficio.

La política entonces funcionaba a través de grupos o facciones llamadas de forma diferente, según el interés en jue-go. Es hasta finales del siglo cuando se organizan los partidos políticos. Los diputados, senadores, magistrados, autorida-des federales y estatales provenían de las diferentes redes de familias poderosas establecidas en las ciudades capitales. El liderazgo político y militar tenía tintes locales desde donde se entretejían las alianzas para ascender o descender a la cúspide del poder estatal.

En junio de 1823, se instaló la Asamblea Nacional Cons-tituyente de las provincias del Reino de Guatemala; la Carta Magna fue firmada el 22 de noviembre de I824, a partir de entonces se organiza la República Federal de Centroamérica. Las constituciones adoptaron la división de poderes, el poder ejecutivo fue ejercido por un ciudadano electo; en el gobierno federal se llamó presidente y en el estatal, jefe de estado; el poder legislativo correspondía al Congreso y Senado federal y a las asambleas de los estados, pero hubo otro órgano: el consejo representativo o conservador; y el poder judicial lo ejercía la Corte Suprema de Justicia federal y las cortes de justicia estatales.

El primer conflicto entre poderes duró tres años (1826-1829). Durante la guerra, Manuel José Arce era el presidente de la Federación y enfrentó al grupo de liberales guatemaltecos cuyas figuras más conocidas eran Mariano Gálvez y Juan Fran-cisco Barrundia. Arce en un intento de conciliación –utilizando los medios institucionales– intentó reunir un congreso extraor-dinario en el poblado salvadoreño de Cojutepeque, también procedió a una negociación con las autoridades cuzcatlecas, pero fracasaron; y, al propiciar una nueva elección en Honduras, complicó aún más su situación; la Federación se enfrentó a tres estados: Guatemala, El Salvador y Honduras. Finalmente, en 1829, Francisco Morazán, hondureño, quien se había destacado en la resistencia contra las tropas federales, derrotó en ciudad Guatemala a los grupos que apoyaban a Manuel José Arce. En la década de 1830 Morazán ocupó el Ejecutivo federal en dos períodos continuos; su mandato se caracterizó por tratar de imponer el modelo federal de 1824 por la vía militar. En esos mismos años, destaca Mariano Gálvez, jefe de estado de Guate-mala, porque propició un gobierno liberal.

Entre El Salvador y la Federación, la formación de un obispado, en 1825, provocó su distanciamiento. Esta situación es otra forma de la disputa por la soberanía entre la entidad estatal y federal. Otras invasiones se ofrecieron en 1832, cuando las tropas de Morazán destituyeron al jefe de Estado José María Cornejo y en su lugar colocó a Mariano Prado. Al mismo tiempo, las autoridades salvadoreñas sufrieron levantamientos internos –el más importante fue el de Anastasio Aquino, en 1833– que lograron debilitar su posición ante las tropas federales. En 1834, después de tensiones con el gobernante guatemalteco Mariano Gálvez, Morazán invadió nuevamente e instaló el distrito federal en la ciudad de San Salvador. Al año siguiente depuso al jefe de Estado Nicolás Espinoza. Esta situación fue un punto de rupturas entre liberales guatemaltecos y salvadoreños.

En el caso de Nicaragua, la disputa por la soberanía entre dos municipios, León, que controlaba la región de occidente, y Granada, que tenía su influencia en el oriente, se expandió hasta la década de 1850. Algunas veces el Ejecutivo federal envío tropas federales para pacificarla. Por su parte el estado hondureño también fue invadido en 1827 y en 1832, cuando su Asamblea Constituyente estaba discutiendo la reforma de la Constitución de 1824. En cambio, Costa Rica sostuvo una relación excepcional con la Federación, a pesar de que no difería del comportamiento de los otros estados, nunca organizó un ejército ni declaró la guerra a la autoridad federal; además, se mantuvo al margen de los conflictos.

En la década de 1830, los estados comenzaron a reclamar una reforma constitucional; en 1835 se procedió a la misma, pero al final no hubo acuerdo entre los grupos políticos porque no reflejó el interés de las antiguas provincias: deseaba una confederación. Entre los años de 1838 y 1839, se inició el sepa-ratismo. Los ejércitos de Honduras y Nicaragua le declararon la guerra al poder central e invadieron El Salvador, sede de los poderes federales. Morazán salió al exilio y trató, desde Costa Rica, de reactivar la Federación, pero fue apresado y fusilado en aquel país.

Sin embargo los intentos de organización política cen-troamericana persistieron, pero las propuestas se dieron bajo tres modelos: una república unitaria, una confederación y una república federal. Las diversas facciones políticas no lograron alianzas o acuerdos duraderos. Al parecer la presencia de los localismos fue una limitación que debilitó los procesos de ne-gociación y de consenso.

Uno de los ejemplos a seguir era el modelo de la confe-deración Suiza, quien en su pacto de 1815, establecía el respeto al territorio de los cantones, y estos decidían sobre la moneda, recaudación fiscal, aduanas, correos, pesos y medidas; podían, además, realizar tratados militares con el exterior. Los canto-nes, grandes o pequeños, tenían un voto en la Dieta –órgano de consulta-; y los cantones de Zúrich, Berna y Lucerna asumían por turno el papel de cantón director. El gobierno confederal podía inspeccionar los ejércitos cantonales y ocuparse de los asuntos de política exterior y las relaciones diplomáticas.

Otro modelo, el de la Federación Norteamericana, esta-blecido en la Constitución de 1824, tenía un carácter centrali-zador donde los estados reconocían las obligaciones políticas, económicas, militares y de política exterior determinadas por el gobierno federal; además, la ciudadanía se establecía con una doble identidad, la de su estado y la de la nación norte-americana. En la realidad prevaleció la identidad local, se era quezalteco, sansalvadoreño o leonés, pero no se llegó a cons-truir una identidad centroamericana.

Una tercera vertiente fue la formación de una repúbli-ca unitaria, donde las antiguas provincias, ahora estados, se convertían en departamentos, trastocando con ello los anti-guos límites e intereses de los grupos provinciales. En todas las propuestas de organización, también fue un conflicto la delimitación de la capital de la República Centroamericana.

La confederación tuvo tres propuestas. En 1842, una convención, llamada la Dieta de Chinandega –ciudad al occi-dente de Nicaragua– estableció una confederación, siguiendo el modelo Suizo. Organizaron dos instancias de gobierno, el poder ejecutivo y legislativo estaba concentrado en un supre-mo delegado, el cual gobernaría con un consejo consultivo. El consejo se componía de un delegado por cada uno de los cinco estados; y el poder judicial residiría en un Tribunal, integrado por un representante electo por la asamblea de cada estado. El gobierno residió en la ciudad de San Vicente, en el estado de El Salvador, pero no logró subsistir. Le siguió una segunda iniciativa cuando Doroteo Vasconcelos fue electo presidente de El Salvador. Entre 1848 y 1851, propició el pacto de la Dieta de Nacaome, la reactivación de la Dieta de Chinandega, pero al final, en noviembre se firmó un convenio en la ciudad de León, Nicaragua, para dar origen a la Representación Nacional de Centro América con la participación de El Salvador, Honduras y Nicaragua. El proyecto feneció debido a la derrota salvadoreña ante las tropas de Rafael Carrera. El tercer esfuerzo sucedió entre 1887 y 1889. A la tercera reunión de plenipotenciarios –llamados congresos– se firmó en la ciudad de San Salvador, un “pacto de unión provisional”. El proyecto retoma la propuesta de 1842 y 1848: establecer una dieta o confederación; para ello se convocó a una constituyente en 1890, pero no procedió por un golpe de estado al Gobierno salvadoreño.

A su vez existieron dos proyectos de una república unitaria. La primera en 1862, cuando Honduras, El Salva-dor y Nicaragua presentaron un proyecto titulado República de Centroamérica; los organizadores eran el nicaragüense Máximo Jerez y el salvadoreño Gerardo Barrios. La división político-administrativa sería a partir de seis provincias –dos por cada uno de los estados mencionados–, en la provincia de San Miguel, de El Salvador, se establecería el distrito del Gobierno Nacional. En esta desaparecían los estados consti-tuidos, por ello no habría jefe de estado, sino un gobernador de la provincia. Para dar inicio, se convocaría a un congreso nacional constituyente y el presidente de Guatemala ejercería el gobierno interino.

La segunda iniciativa fue presentada en 1885. El presi-dente de Guatemala, Justo Rufino Barrios, emitió un decreto donde proclama la unión de Centroamericana en una república unitaria; al mismo tiempo asumía, de forma interina, como supremo jefe militar de Centroamérica. Convocó a una asam-blea general, compuesta por 15 delegados por cada uno de los estados. El órgano legislativo debía elaborar una constitución, designar la capital y la residencia de los supremos poderes. Los propósitos antes expuestos no prosperaron debido a las guerras entre los estados.

Las últimas pretensiones de organización política se die-ron a finales del siglo XIX y durante la década de 1920. Entre los años de 1895 y 1898, se propició la República Federal de los Estados Unidos de Centro América, retomando el modelo de 1824. Esta vez, se elaboró una Carta Magna, que definió las funciones del poder legislativo en dos cámaras, la de diputa-dos y la de senadores; el ejecutivo ejercido por un presidente y el judicial en la Corte Suprema de Justicia. Sin embargo, los conflictos entre los gobernantes derrumbó el plan.

Durante las primeras décadas del siglo XX, se dieron iniciativas para propiciar la estabilidad del istmo. En 1907, contando con el respaldo de los presidentes de Estados Unidos y de México, se desarrollaron en Washington las Conferencias Centroamericanas de Paz. De estas negociaciones se firmaron varios documentos: el Tratado de Paz y Amistad; la Con-vención Adicional al Tratado General; la Convención para el Establecimiento de una Corte de Justicia Centroamericana; el Protocolo Adicional a la Convención de la Corte; la Convención de Extradición; la Convención para el Establecimiento de una Oficina Internacional Centroamericana; la Convención para el Establecimiento de un Instituto Pedagógico Centroamericano; la Convención de Comunicaciones y la Convención sobre Fu-turas conferencias Centroamericanas.

La cercanía de los festejos del primer centenario de la Independencia y la iniciativa de un grupo de políticos e in-telectuales centroamericanos dieron vida a otro proyecto. El Pacto de Unión de Centroamérica, firmado en San José, Costa Rica, el 19 de enero de 1921, convocó a una Asamblea Consti-tuyente. La constitución firmada en septiembre del mismo año establecía una gobierno federal, como el de 1824 y 1895. Pero la tan anhelada república centroamericana se vino abajo. Dos factores influyeron, la inestabilidad política interna de algunos estados y las presiones del gobierno norteamericano a quien no convenía tal iniciativa.

La disputa por los ingresos fiscales, las invasiones fede-rales, las divisiones a lo interno de cada estado, la posibilidad de establecer relaciones comerciales externas propias, la falta de un mercado interno, la disputa por la hegemonía entre los gobernantes, la falta de mecanismos de resolución de conflic-tos, la falta del consenso y de alianzas, la persistencia de una ciudadanía local y no centroamericana han sido señalados como limitaciones para poder organizar la patria grande. Los nuevos intentos que surgieron en la década de 1950 y 1960 ya no son de carácter político, sino económico.

IV. Tierra, economía y sociedad en el siglo XIX

Héctor Lindo-Fuentes

A principios del siglo XIX, en las vísperas de la inde-pendencia, los exportadores salvadoreños de añil encontraban todo tipo de dificultades. Sus problemas se debían en parte a los múltiples impuestos y regulaciones que imponía España al comercio de las colonias. Además, la Corona española estaba participando de lleno en las guerras napoleónicas (1799-1815), lo que creaba serios obstáculos a las exportaciones de las colonias americanas. Después de todo, los barcos que llevaban mercancía a través del Atlántico eran presa atractiva para los enemigos de España. En vista de las dificultades del tráfico trasatlántico las autoridades españolas comenzaron a relajar las restricciones que imponían al comercio. A los exportadores que antes se les exigía realizar sus transacciones únicamente con España y por medio de los canales autorizados, se les permitió comerciar con otras colonias y con nuevos clientes basados en sitios como Bos-ton y Filadelfia. Pero los exportadores no se limitaron a aceptar las nuevas reglas, al mismo tiempo aumentaron el intercambio de contrabando con comerciantes ingleses que operaban desde Belice. De esta forma las primeras décadas del siglo XIX repre-sentaron una reorientación del comercio internacional de la Intendencia de San Salvador hacia nuevos mercados.

Los productores de añil esperaban que la independencia les trajera prosperidad al liberarlos de una vez por todas de las restricciones comerciales impuestas por España. En efecto, después de 1821 aumentaron rápidamente las importaciones de productos europeos, particularmente textiles que resultaban más novedosos y más baratos que la producción artesanal local. Pero la esperada prosperidad no se materializó. Le realidad era que el comercio internacional basado en la exportación de añil era parte pequeña de la actividad económica salvadoreña. Asi-mismo otros productos comerciales como el tabaco, la caña de azúcar, la ganadería, la producción de hierro y la manufactura textil ocupaban a una proporción pequeña de la población. En su mayor parte esta se dedicaba a actividades de subsisten-cia. La distancia a los puertos del Atlántico y la pequeñez del mercado interno imponían límites estrechos al intercambio internacional.

Los primeros meses de vida independiente estuvieron marcados también por preocupaciones políticas. El rechazo de los salvadoreños a la idea de la anexión de Centroamérica a México puso en evidencia las diferencias entre los intereses de San Salvador y los de Guatemala. También fue una indicación de que los desacuerdos se iban a solucionar con las armas. El período de la Federación (1823-1841) estuvo plagado de dificul-tades. Los historiadores tradicionales atribuyen gran parte de la inestabilidad de la época a los conflictos entre liberales y con-servadores, usando estas etiquetas ideológicas sin hacer muchas distinciones. Desde el punto de vista de las ideas económicas los líderes salvadoreños, incluyendo a Francisco Dueñas, a quien se calificaba como conservador, estaban a favor de las principales ideas de Adam Smith, el gran ideólogo de la economía liberal. Ellos estaban a favor del comercio libre, los mercados sin res-tricciones y la propiedad privada. Por otro lado, diferían en la celeridad con la que querían introducir el cambio; los “conserva-dores” tendían a ser más cautelosos y toleraban las instituciones y organizaciones heredadas del período colonial. La líderes nacionales, prácticamente sin distinciones, proclamaban su apoyo a los aspectos fundamentales de las ideas constitucionales de la tradición liberal, a la vez que en la práctica coincidían en desconfiar de las comunidades indígenas y las clases populares y buscaban limitar su participación política. Quizás la diferencia más marcada entre los liberales y los llamados conservadores no estaba en el campo de las ideas económicas o políticas sino en la actitud hacia la institución que más se había identificado con el régimen colonial: la Iglesia católica, a la que los liberales querían privar de privilegios legales y de su influencia en la educación. Sin embargo, durante la época de la Federación la inestabilidad no se limitaba a los conflictos entre grupos locales o entre los llamados liberales y conservadores. El gobierno federal entró en conflicto con los de los estados; los comerciantes de Guatemala con los productores de El Salvador; los estados intervenían en los asuntos internos de sus vecinos; las querellas entre intereses locales se mezclaban con diferencias ideológicas y ambiciones personales. Las autoridades de la Federación, incapaces hasta de recaudar los ingresos fiscales que necesitaban para financiar sus operaciones, no lograron justificar su existencia. No propor-cionaban seguridad a la ciudadanía, “a veces hasta parecía que la subvertían”, no construían caminos o puertos, y no crearon un sistema legal de aceptación general. Las fuerzas que sepa-raban a Centroamérica parecían mucho más poderosas que las razones para seguir unidos.

La constante inestabilidad política y las frecuentes bata-llas durante las dos décadas que siguieron a la independencia se pueden resumir en unas cuantas cifras: entre 1824 y 1842, El Salvador tuvo 23 jefes de estado y participó en 40 batallas. La cifra de víctimas mortales, aproximadamente 2,500 hombres perdidos en combate, fue, en proporción, similar a las pérdidas humanas de la guerra civil de 1981-1992. En estas circunstan-cias de frecuente actividad bélica el poder de las autoridades era débil y los municipios tenían una capacidad de negociación más amplia que nunca. En la ausencia de una fuerza armada permanente los caudillos de turno tenían que reclutar ejércitos temporales pueblo por pueblo. Los líderes locales negociaban las condiciones bajo las cuales estaban dispuestos a apoyar a los competidores a nivel nacional. Por ejemplo, desde la época de Barrios hasta 1890 ningún líder nacional podía desestimar la alianza del General José María Rivas con los indígenas de Cojutepeque. Ellos hábilmente usaban la voz, el machete o el fusil para avanzar sus intereses. Los líderes locales también tenían voz en el financiamiento de las autoridades naciona-les. Los fondos para el funcionamiento del estado provenían mayormente de impuestos a las transacciones comerciales y a actividades específicas como la producción de aguardiente y el destace de reses. Este sistema implicaba que la recaudación de impuestos quedaba en manos de autoridades locales, depen-diendo de ellas compartirlos (o no) con las autoridades en San Salvador. El gobierno central contaba con pocos recursos para sacar adelante su agenda. Las dificultades de Gerardo Barrios ilustran estas limitaciones. Él contaba con el apoyo de poco más de una docena de personas en sus oficinas, incluyendo desde sus dos ministros hasta el portero.

La inestabilidad política crónica y la frecuencia de las guerras tuvieron un efecto adverso sobre la economía, parti-cularmente sobre las exportaciones, lo cual debilitó a las élites nacionales. Las guerras destruían obrajes de añil, arrancaban a los labradores de la tierra para convertirlos en soldados tempo-rales, y frenaban la inversión. Estas circunstancias permitieron gran autonomía a las municipalidades y a las comunidades indígenas. Su economía dependía del acceso a la tierra donde se dedicaban a actividades de subsistencia y a producir frutas, verduras y pequeñas artesanías para los mercados locales. Durante este período de relativa autonomía consolidaron su acceso a la tierra. Aparte de la propiedad privada individual la legislación española heredada por las autoridades republicanas reconocía el derecho colectivo a la tierra de las comunidades indígenas. Los pueblos estaban rodeados de tierras “ejidales” que no pertenecían a un individuo sino a todos los habitantes del pueblo quienes decidían su uso de forma corporativa. Al mismo tiempo había grandes cantidades de tierra que se con-sideraba propiedad del estado, los “terrenos baldíos”. Aunque hoy parezca difícil creerlo, la tierra disponible era más que suficiente para satisfacer la demanda puesto que la economía estaba deprimida, la población era limitada y era difícil exportar productos agrícolas en grandes cantidades.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, y particular-mente después de la caída de Francisco Dueñas en 1871, las autoridades del estado nacional comenzaron un proceso paula-tino y eventualmente exitoso para imponer su autoridad sobre las élites locales y sacar adelante una agenda nacional. En este período las autoridades crearon un ejército permanente con una escuela de oficiales, contrataron compañías para construir puertos, caminos y ferrocarriles, sentaron las bases del sistema escolar nacional, cambiaron las regulaciones de la propiedad de la tierra, impulsaron la organización de bancos y del registro de la propiedad, firmaron tratados bilaterales con los principales países de occidente y pusieron las bases de la legislación civil y penal. El común denominador de la gran mayoría de iniciati-vas del Estado salvadoreño era la promoción de la agricultura comercial. El avance de esta, en particular de la producción de café, se convirtió en la principal medida de progreso. El paso de una economía deprimida, principalmente de subsistencia, al rápido crecimiento de la industria cafetalera es uno de los aspectos claves para comprender la historia del siglo XIX y la consolidación del estado nacional.

La reorientación de la economía salvadoreña hacia las exportaciones se debió en gran medida a cambios en el entorno internacional. La difusión de la Revolución Industrial en Europa y Estados Unidos contribuyó a un aumento del poder adquisitivo de la población lo que aumentó la demanda por materias primas y productos tropicales. El afán de innovaciones incluyó nuevo inventos como los tintes artificiales que proyectaron una som-bra sobre el futuro del cultivo del añil. Lenta y sostenidamente la producción de añil salvadoreño disminuyó en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Esto ocurrió en parte por la competencia de las anilinas y en parte porque había otro producto más prometedor. Entre los nuevos hábitos de consumo de las clases medias europeas se encontraba el café, que anteriormente había sido lujo de minorías. Asimismo, la entrada en servicio de ferrocarriles, nuevas rutas marítimas y barcos de vapor bajó de forma precipitada el costo de transpor-tar productos voluminosos como los granos de café. A principios de siglo del siglo XIX los zurrones de añil destinados a Europa se cargaban en recuas de mulas que llevaban su carga hasta Belice en un proceso que podía durar meses. Después de 1855 fue posible transportar los productos salvadoreños desde los puertos del Pacífico hasta Panamá donde un flamante ferrocarril (antecedente del canal) llevaba los productos hasta el Océano Atlántico donde se embarcaba para Hamburgo o Liverpool. Los agricultores mejor informados vislumbraron que el camino hacia la prosperidad estaba en imitar el ejemplo de Costa Rica que había tenido éxito exportando café. El aumento de las exportaciones puso una importante fuente de recursos a dispo-sición del gobierno central. Los impuestos de aduanas llegaban directamente a las arcas nacionales, aumentaban rápidamente y eran más fáciles de cobrar que los impuestos de alcabala a cargo de las municipalidades. El estado nacional, fortalecido con los impuestos aduanales, concentró sus esfuerzos en la promoción de la economía de exportación construyendo caminos y puertos y legislando a favor de los exportadores.

El resultado de esta nueva dirección del país se sintió con fuerza en la tenencia de la tierra, la fuerza de trabajo y el futuro de las comunidades indígenas. Para invertir en cultivos permanentes como el café era necesario tener acceso a crédito hipotecario y tener títulos de propiedad seguros. A su vez, las ideas imperantes del liberalismo económico enfatizaban la propiedad privada y la iniciativa individual. Con su posición política fortalecida por los ingresos del comercio exterior los líderes en San Salvador decidieron unilateralmente que la pro-piedad comunal de la tierra de las comunidades indígenas y las tierras ejidales de los pueblos eran contrarias al progreso. En 1881 y 1882 la Asamblea Nacional Legislativa aprobó leyes que declaraban ilegal toda forma de propiedad comunal. El prólogo de la ley de 1881 estipulaba que “la existencia de tierras bajo la propiedad de las Comunidades [indígenas] impide el desarrollo agrícola, estorba la circulación de la riqueza y debilita los la-zos familiares y la independencia del individuo. Su existencia contraría los principios económicos y sociales que la República ha adoptado.”

Las comunidades indígenas y los pueblos propietarios de ejidos tuvieron que subdividir la tierra en lotes y distribuirlos bajo el régimen de propiedad individual. Este proceso fue largo, complejo y plagado de conflictos. A pesar de los muchos abusos de parte de personas de influencia, en los primeros años salva-doreños y salvadoreñas de todos los grupos sociales obtuvieron títulos de propiedad. Al pasar el tiempo, sin embargo, muchos perdieron sus tierras. El paisaje agrario terminó teniendo un gran número de pequeñas propiedades que coexistían con latifundios. Pero en las décadas siguientes éstos últimos ab-sorbieron muchas de las antiguas tierras comunales y ejidales. La privatización de la tierra produjo fricciones al interior de las comunidades y entre ellas, los conflictos podían ser de intereses, étnicos o de clase.

Además de crear condiciones para que la tierra se desti-nara al cultivo del café los gobiernos liberales hicieron lo posible para que los agricultores contaran con una fuerza de trabajo segura y disciplinada. Esto lo lograron con leyes en contra de la vagancia y haciendo cumplir contratos de trabajo que incluían “adelantos” que mantenían a los jornaleros endeudados y obli-gados a trabajar en los cafetales. Los esfuerzos para asegurar la mano de obra para las cosechas llevaron a frecuentes abusos, acciones y reacciones violentas.

Las comunidades indígenas que habían sido actores im-portantes en la construcción del estado y que desempeñaban un papel significativo en la economía pasaron a ser descritas como obstáculos en el camino hacia la modernidad. Los líderes liberales promovieron una agenda cultural homogeneizadora y el sistema escolar imponía el uso del castellano. La perdida de las tierras comunales les quitó su base económica y perdieron poder en los gobiernos locales.

El siglo XIX representó para El Salvador una etapa im-portante en el proceso de globalización. Fue el período en que la economía de El Salvador se reorientó hacia las exportacio-nes. Esta fase de globalización tuvo consecuencias duraderas para la política y la sociedad. El proceso fue lento; antes de la independencia el principal producto de exportación, el añil, representaba un porcentaje pequeño del producto nacional y enriquecía a una élite influyente pero minúscula. Si bien la independencia eliminó las restricciones comerciales que im-ponía España, las exportaciones no podían crecer rápidamente mientras no hubiera acceso fácil a los mercados internacionales y persistiera un ambiente político inestable poco favorable para las inversiones. Con la estabilización de la política y cambios en el entorno económico mundial empezó a mejorar el clima para las exportaciones, particularmente el café. Al terminar el siglo XIX estaba claro que el sistema económico de El Salvador tenía como eje la producción agrícola para la exportación. El sistema produjo los recursos para consolidar el estado nacional, creó una elite poderosa e impulsó el crecimiento económico y la modernización de la infraestructura. A la vez aumentó la desigualdad, llevó a una redistribución de la propiedad de la tierra, puso presión en la fuerza de trabajo, marginó a las comunidades indígenas e introdujo una atmósfera de conflicto intenso en las zonas rurales.

V. El liberalismo político de finales del siglo XIX

Roberto Armando Valdés Valle

Las llamadas “reformas liberales” del siglo XIX impulsa-das por los gobiernos de Santiago González (1871-1876), Rafael Zaldívar (1876-1885) y Francisco Menéndez (1885-1890) se proponían políticamente la construcción de un Estado laico en El Salvador, es decir, buscaban la separación del poder civil del eclesiástico; o en términos aún más específicos, buscaban la sustitución de principios fundamentales del liberalismo cató-lico español (Estado confesional, tierras ejidales y comunales, cementerios católicos, total prohibición a la libertad de cultos, educación católica, matrimonio religioso, imposibilidad de divorcio, no libre testamentifacción, etc.) con los que fueron moldeadas originalmente las Provincias del antiguo Reino de Guatemala, luego de independizarse de España. Ahora se pro-ponía reconfigurar el Estado salvadoreño con los principios de un liberalismo radical (“rojo”, “jacobino”) de influencia francesa que demandaba una total separación entre Iglesia y Estado, pero también la adopción de otras políticas estatales que transfor-maran profundamente las instituciones arriba mencionadas.

En ese sentido, constituye un grave error reducir la trans-formación del Estado salvadoreño durante el último cuarto del siglo XIX a la privatización de las tierras comunales y ejidales,o que las llamadas “reformas liberales” buscaban transfor-mar únicamente la estructura de la tenencia de la tierra. En realidad, debe entenderse que tanto liberales radicales como masones buscaban una sola cosa: un cambio estructural del país, de inventar, modelar o crear –si se quiere– un nuevo país de acuerdo con los importantes cambios ideológicos y políticos que se estaban realizando en Europa y en América, y parte de esa transformación o secularización pasaba indiscutiblemente por la privatización de las tierras comunales y ejidales, a las que se les consideraba una reliquia viviente del modo colonial, retrógrado y reaccionario, de concebir el mundo.

Es claro que un proceso de transformación política tan radical en la institucionalidad del país demandaba para su implementación y salvaguarda la aprobación de leyes y de Constituciones políticas en las que quedaran férreamente es-tablecidas las bases del Estado laico. Por ello, desde la llegada del presidente Santiago González en abril de 1871, se inició un proceso de elaboración de leyes y de Constituciones políticas que progresivamente fueron introduciendo cambios esenciales en la estructura del Estado. Si este proceso de transformación formal tomó 14 años (1871-1886) y necesitó de la elaboración de 6 Constituciones (1871, 1872, 1880, 1883, 1885, 1886), nos indica que se trataban de cambios difíciles de implementar; es decir, que liberales radicales y masones encontraron importan-tes resistencias, tanto de parte del clero como de los sectores conservadores y de buena parte del pueblo que miraba con desconfianza las políticas estatales promovidas por los nuevos liberales.

En efecto, las resistencias populares a la secularización del Estado podían ser producto tanto de una ideologización deliberada e interesada por parte del clero –como alegaban los liberales anticlericales–, pero también de la clara conciencia que los sectores populares fueron adquiriendo de que tales cambios implicaban la pérdida de importantes privilegios que disfrutaban desde tiempos de la Colonia, como eran precisa-mente las tierras ejidales y comunales, o los comerciantes se-guir vendiendo sus productos en las calles y no en “modernos” mercados como los construidos en San Miguel en 1875; y, por supuesto, también estaba en juego la pérdida de una visión de mundo que le daba sentido y seguridad a la existencia humana (el tradicional rol social de la mujer, religión única, cemente-rios, matrimonio y educación católica). Es innegable, pues, que algunas de las políticas estatales implementadas por liberales secularizantes y masones afectaban la vida diaria de los habi-tantes del país; y es claro que esos cambios afectaron y dañaban a uno de los sectores más poderosos del país: la Iglesia católica.

Se suele sostener que la Iglesia católica salvadoreña te-nía muy poco que perder con las reformas políticas del último cuarto del siglo XIX, porque siempre fue una Iglesia pobre, sin grandes posesiones territoriales o riquezas económicas; pero ¿acaso no era suficiente poder el monopolio de la verdad y la falsedad, de lo que se debe leer o no, de lo que se debe enseñar o no, o si una persona merece ser enterrada en un cementerio o no, etc.? En ese sentido, implicaba un gran cambio el que a las nuevas generaciones de ciudadanos ya no se les iba a enseñar que la religión católica era la única verdadera, que de ahora en adelante se tolerarían en el país la práctica pública de todos los cultos religiosos. Y por supuesto, la Iglesia católica luchó de-nodadamente por no perder el control de los nacimientos y las defunciones, o de los matrimonios. En fin, como parte de este movimiento de oposición a los procesos de secularización debe entenderse los graves disturbios de San Miguel en Junio de 1875.

Por otro lado, también se suele sostener que la llegada de Santiago González al poder no implicó grandes cambios en la es-tructura económica, o que su Presidencia no representó ningún cambio fundamental para la historia política e institucional del país. De nuevo, se trata de una afirmación demasiado tajante para ser verdadera. Porque, ¿acaso lo económico es lo único fundamental o necesario para entender el devenir histórico de los pueblos? Más bien, es obligatorio preguntarnos a estas altu-ras cómo es posible que la mayoría de los investigadores de los procesos históricos que tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX en Centroamericana le hayan dado tan poca importancia al proceso de secularización que arrancó tan tempranamente –aunque sin éxito- durante los mandatos en Guatemala de Mariano Gálvez (1831-1838) y de Francisco Morazán, para terminar absoluti-zando los procesos económicos como los únicos decisivos a la hora de escribir la historia de los pueblos centroamericanos. Y resulta mucho más sorprendente constatar el esfuerzo que han hecho algunos de estos historiadores por nulificar o desvirtuar la trascendencia y lo traumático que resultaron estos tempranos procesos de secularización.

Frente a esta interpretación, historiadores como Ralph Woodward han logrado probar que fueron precisamente los “curas fanáticos” de Guatemala los que iniciaron el incontenible movimiento popular-católico de protestas que llevó al poder al conservador Rafael Carrera y a ejercer la Presidencia durante 30 años. Especialmente cacofónicos resultan aquellos historiadores que solo ven en el ascenso del café y las oligarquías cafetaleras las únicas causas para explicar lo acontecido en Centroamérica a partir de 1871; luego terminan concluyendo que tanto conser-vadores como liberales impulsaron el café, por lo que al final se quedan sin el necesario y estricto contrincante dialéctico que ayuda a entender los movimientos históricos.

Y sin embargo, al igual que ocurrió en tiempos de Maria-no Gálvez en Guatemala, durante los años de las llamadas “re-formas liberales” las fuentes católicas refieren categóricamente a que entre 1871 y 1886 en El Salvador se libró una intensa batalla entre “liberales ateos” y “buenos católicos”; y por su parte, las fuentes liberales confirman también la percepción de que con la llegada de la Administración de Santiago González había iniciado un significativo cambio en las políticas de Estado que fueron arrinconando progresivamente a los “fanáticos católi-cos”, quienes eran concebidos como los verdaderos enemigos del progreso, de la Libertad, de la Igualdad y la Fraternidad. Además, ambas fuentes confirman que estas medidas “dia-bólicas” o “progresistas” fueron continuadas y profundizadas durante la larga presidencia de Rafael Zaldívar, con el claro apoyo de liberales radicales y masones, a pesar de que Zaldívar había sido un cercano colaborador del conservador Francisco Dueñas (1863-1871). Tanto era la convicción de que había habido una ruptura entre la manera de entender y hacer política desde los tiempos de Dueñas, que las ambigüedades mostradas por el General Fran-cisco Menéndez al inicio de su mandato no dejaron de alarmar a los radicalizados defensores del liberalismo secularizante que contemplaban con horror cómo Menéndez había reservado a Ma-nuel Gallardo el decisivo cargo de Ministro de Hacienda, “á pesar del general desagrado que provocaba su presencia en el Gabinete” dadas sus posturas políticas conservadoras. Seguramente no menos vergüenzas generaba para los liberales radicales comprobar cómo Menéndez era elogiado por conservadores y católicos, y cómo, en fin, Menéndez había abierto las puertas para que el clero “fanático y reaccionario” participara en la Constituyente de 1885, o cómo había permitido la reintroducción de la cátedra de derecho canónico en la Universidad.

Aunque siempre es difícil tener certeza sobre las convic-ciones religiosas de las personas, podríamos conceder que muy probablemente los planteamientos ideológicos de Dueñas eran muy similares a los de González, que quizás ambos eran fervientes creyentes en un liberalismo moderado, sinceros y temerosos católi-cos; pero, ¿qué decir de los Ministros de Estado de Dueñas y de los de González? O, ¿qué decir de los Representantes que redactaron la Constitución de 1864 y los que redactaron las Constituciones de 1871-72 en adelante? Un análisis detallado mostraría que la clase política y los burócratas en el poder a partir de 1871 fueron mo-delando e introduciendo poco a poco políticas que efectivamente fueron secularizando el Estado salvadoreño, medidas que fueron generando importantes resistencias de parte de estos sectores católicos y conservadores. Es en este sentido que debe entenderse la expulsión de jesuitas, capuchinos y hasta de obispos a partir de 1872, la ruptura del Concordato con el Vaticano, la supresión de periódicos católicos en los que se atacaba a la nueva generación de liberales radicales centroamericanos. En este sentido, la férrea insistencia de parte de los sectores católicos y conservadores de que con la llegada de Santiago González al poder y la fundación de la Logia masónica “Progreso Nº 5” había iniciado una era de terribles y lamentables cambios en la conducción política del Estado.

A la luz de todas estas consideraciones, sería un error, a mi juicio, considerar que las únicas motivaciones que tenían los Presidentes salvadoreños para convocar a una nueva Constitu-yente durante los años 1871-1886 era que se aprobara su reelec-ción o se ampliara el período presidencial. Aunque los deseos de eternizarse en el poder tanto ayer como ahora han sido una poderosa motivación para convocar a una Constituyente, para la clase política de liberales secularizantes y masones, cada Cons-tituyente era una nueva oportunidad para ir profundizando en el proceso de transformación del Estado desde los ya vetustos, anacrónicos y ahora reaccionarios principios del liberalismo católico hispánico a los principios más avanzados del moderno liberalismo laicizante; pero también cada Constituyente era una oportunidad más para que conservadores y católicos hicieran importantes críticas a este proceso de transformación y pedir su reversión al estado de cosas en que había dejado al país la conservadora Constitución de 1864, cuyo Congreso Constitu-yente había hecho un esfuerzo por no romper con el paradigma del liberalismo católico español. Y las mismas resistencias se producían cada vez que liberales radicales y masones intentaban introducir leyes que transformaran el carácter católico de la edu-cación o promovieran la educación intelectual de la mujer, etc.

A mi parecer, pues, hubo significativas rupturas ideo-lógicas y de políticas de Estado entre las Constituciones de 1864 y la de 1871, y estas diferencias se fueron haciendo cada vez más amplias a lo largo de las restantes que fueron sien-do aprobadas hasta llegar a la de 1886; es decir, cada nueva Constituyente iba reafirmando las conquistas del liberalismo laicizante ya logradas, e introduciendo nuevas –quizás las que se atrevían a introducir o las que tuvieron éxito en imponer del amplio catálogo de reformas que incluía el proyecto Liberal de secularización del Estado. Y sobre todo no puede obviarse que muchas de estas políticas secularizantes se estaban tratando de implementar en países tan distantes como Francia o Bélgica o Alemania. Recuérdese, por ejemplo, que Bismark expulsó a los Jesuitas de Alemania en 1872, es decir el mismo año que lo hizo Guatemala y El Salvador.

Por ello sostengo que las reformas políticas liberales salvadoreñas deben ser definidas más precisamente como “se-cularizantes”. Es claro que liberales radicales y masones estaban convencidos de que los tiempos habían cambiado, que ahora sí les había llegado su turno para implementar las políticas que las generaciones anteriores de liberales radicales soñaron con hacer realidad, pero con resultados catastróficos. Me refiero a las generaciones de Mariano Gálvez, de Francisco Morazán, pero también a la de Gerardo Barrios, Manuel Suárez y Manuel Irungaray. Ciertamente la tarea seguía siendo harto difícil, las resistencias del clero y de los católicos seguían siendo podero-sas. Pero la historia demostró al final –al menos en el caso de El Salvador- que liberales secularizantes y masones estaban en lo correcto: el tiempo les favorecía. La permanencia desde entonces del espíritu laico de las Constituciones de 1885 y 1886 es una buena prueba de esta afirmación.

VI. La cultura en el siglo XIX

Ricardo Roque Baldovinos

A lo largo del siglo XIX, la mayor parte de la población sal-vadoreña seguiría apegada a usos y costumbres heredados de la Colonia. Recordemos que la sociedad colonial fue concebida para perdurar y resistir el cambio. Vestidos, edificaciones, ritos y fiestas religiosas sufrieron cambios lentos, apenas perceptibles para los contemporáneos. En cambio, las elites de los principales centros de población entraron rápido a los juegos de la modernidad y la modernización cultural, es decir en la afirmación de la racionalidad como nuevo valor rector de la vida social y en el entusiasmo por lo novedoso, especialmente cuando provenía de fuera del país, de países más “avanzados” como los Estados Unidos y Europa. Por supuesto, el ámbito más dinámico y donde es más fácil documen-tar tales cambios es el de las elites urbanas. La “buena sociedad” salvadoreña trataría de ponerse al día con sus iguales de los países más avanzados, imitando sus gustos para vestirse, para decorar sus viviendas y para divertirse. El catastrófico sismo de 1873 sería una buena ocasión también para remozar la urbe. Sobre el traza-do racional heredado del espíritu renacentista que inspiraría los urbanistas coloniales, hubo ocasión de experimentar no solo con nuevos materiales más adecuados a la actividad telúrica, sino con nuevos estilos, con nuevas superficies, más livianas, más acordes al carácter ligero de la modernidad de fines del diecinueve.

Buena sociedad y capital cultural

De fuentes como los viajeros extranjeros o los cronistas locales, podemos conjeturar que las elites salvadoreñas se esfor-zaban por mostrarse como una sociedad progresista, ilustrada y sofisticada. Una serie de prácticas culturales e instituciones vinieron a ser el soporte de este anhelo. Estas tenían por lema expreso la expansión del espíritu civilizador entre la población, mas en la práctica funcionan sobre todo como factores de dife-renciación, de distinción, con respecto al mundo rural “bárbaro” y dentro de la misma sociedad urbana. Lo primero que logran es definir la “buena sociedad”. Evidentemente, los niveles de ingreso marcan el acceso a esta buena sociedad. Pero se necesita, algo más, un capital social, que permita la cercanía a los centros de poder. En la sociedad tradicional colonial, el capital social derivaba principalmente de la sangre. No solo era requisito ser criollo sino estar bien emparentado. De allí, lo fundamental de las alianzas matrimoniales.

En alguna medida, el avance del capitalismo tiende a desestabilizar los cimientos de las elites tradicionales. En este proceso de reacomodo entra en juego un nuevo factor de dis-tinción que permite reconfigurar la elite nacional: la Cultura, entendida esta de una manera restringida, como un conjunto de prácticas y signos asociados a un ethos cosmopolita y civilizado. Este elemento, por ejemplo, permitirá la integración a la alta sociedad salvadoreña de un número bastante alto de extranje-ros. Estos forasteros podrán carecer de fortuna y de ascendencia notable, pero su familiaridad con la cultura cosmopolita les dará una ventaja considerable. Sabemos mucho de estos bailes elegantes por las crónicas que dedican las páginas sociales del país. Los cronistas sociales juegan aquí un papel importante, además de registrar el acontecer en estos ambientes, se erigen en árbitros del buen gusto y críticos de costumbres. No hay que insistir en que su tono es de autocomplacencia, recalcan con una insistencia que resulta sospechosa que la buena sociedad salvadoreña está a la misma altura de las más “adelantadas en civilización”. Además, en estas crónicas se naturaliza y se refuer-za una disposición típicamente colonial, en la que las normas culturales vienen dadas desde fuera, desde el centro del mundo civilizado, y que el papel de las elites locales es seguir fielmente un libreto escrito por otras manos.

La cultura impresa y la literatura

Las tecnologías que tienen un decisivo impacto en el siglo XIX son las relacionadas con la circulación de la palabra. Si bien la imprenta había sido introducida en El Salvador ya en época colonial, en el siglo XIX su uso se extiende notablemente y da lugar a la existencia de cada vez más numerosas publicaciones impresas. Estas publicaciones impresas no solo difunden infor-mación de carácter político o económico a grupos de personas más amplias, sino que contribuyen a delimitar y constituir el espacio imaginario de la nación. Adicionalmente, permiten seguir con mayor detenimiento acontecimientos que ocurren en lugar lejanos pero que inciden en la vida del país. Esto se ve facilitado hacia finales del siglo con el desarrollo de la telegrafía a nivel nacional, y la conexión por este medio con los principales centros culturales del mundo. El tiempo en la circulación de la palabra se reduce así considerablemente.

Alrededor de la circulación de la palabra impresa se organiza entonces el mundo de la producción de la palabra y el conocimiento. En un primer momento, grupos privados de ciudadanos se reúnen en sociedades y corporaciones preocupa-das por el impacto positivo que pueden tener la difusión de las nuevas ideas y del conocimiento. Es el caso de las sociedades de amigos del país o sociedades científico-literarias que proliferan a lo largo de todo el siglo. Notable entre ellas es la Academia de Ciencias y Bellas Letras, que funciona con apoyo oficial entre las décadas de 1880 y 1890 y publica la revista Repertorio Salvado-reño. En sus páginas encontramos tanto creación literaria como trabajos de índole científico. Estamos todavía en un mundo cultural donde rige la figura del polígrafo letrado, ser hombre de letras no quiere decir necesariamente ser autor literario, sino tener solvencia en la diversidad de ámbitos que constituyen el saber moderno y racional. Claros ejemplos de este modelo de intelectual son Francisco Gavidia y Alberto Masferrer.

Sin embargo, ya en las últimas décadas, comienza a privar otro sentido de la escritura literaria como otra modalidad de relación con la palabra y el saber, donde la expresión de la subje-tividad y la exploración intuitiva del mundo circundante se ofre-cen como una alternativa al saber racional y científico. Tenemos aquí la literatura en un sentido más próximo al contemporáneo, que se comienza a difundir a partir del llamado Modernismo, que en nuestro país cuenta con cultores importantes como es el caso de Vicente Acosta o Arturo Ambrogi. Muchos de los autores modernistas también comienza a presentarse como críticos o rebeldes a la modernidad y a retar sus convenciones a través de un estilo de vida bohemio.

La vida musical

Los documentos que registran la vida cultural salvado-reña del siglo XIX ponen en evidencia una gran pasión de la sociedad salvadoreña por la música. Esta afición permitió la profesionalización de un puñado de virtuosos. Hay escuelas de música y no pocos salvadoreños, y extranjeros, logran ganarse la vida (modestamente en la mayor parte de casos) gracias a sus habilidades para ejecutar instrumentos. Hubo varios intentos fallidos de instituir orquestas filarmónicas y conservatorios, pero aún así, los músicos encontrarían posibilidad de vivir de su trabajo dando clases particulares en una serie de oficios: ofreciendo conciertos en los parques, tocando para fiestas pri-vadas o dando clases a los hijos (y principalmente a las hijas) de la buena sociedad. Toda población de cierto tamaño se precia de tener su banda, a principios de siglo XX, por ejemplo, una población tan pequeña como Alegría puede hacer fotografiar una banda de casi veinte integrantes.

La producción nacional de música es bastante incipiente pues el público demanda sobre todo la ejecución de música elaborada por extranjeros. Especial predilección existe por las paráfrasis musicales de arias de óperas famosas. Existen algu-nas excepciones a esta tendencia, notablemente en la obra de Escolástico Andrino nacido en Guatemala pero radicado en El Salvador, de quien se conserva una ópera y algunas obras de carácter sinfónico.

El teatro y la ópera

A finales del siglo XIX, la capital salvadoreña se vanaglo-riaba de su Teatro Nacional, una versión anterior al actual, que data de comienzos del siglo XX, era el punto de encuentro de la sociedad ilustrada para asistir a esparcimientos edificantes que transmitían a sus asistentes lo mejor del impulso cosmopolita de las mejores ciudades del mundo. O, al menos, estos eran seguramente los deseos de los salvadoreños más educados de aquel entonces. La realidad parece haber sido más modesta. Con una frecuencia mucho menor a la deseable, recalaban en el magno coliseo compañías teatrales y de ópera de dudosos méritos y pocos lustres. Las primeras parecen haber sido mexi-canas o españolas, las segundas compañías italianas de bajo perfil que sobrevivían errantes por las ciudades apartadas del nuevo continente. Será hasta el siglo siguiente, que la bonanza del café permitirá lujos mayores.

El cuadro que nos pintan de este mundo los cronistas de los periódicos es menos autocomplaciente que las notas referentes a los bailes. Los espectáculos teatrales abrían espacios que ya no eran exclusivos de la “buena sociedad”, sino que pretendían entretener a una clientela más amplia y heterogénea, al “público”. Quizá sea por esto, que los cro-nistas de los periódicos avanzan juicios mucho más severos y hasta desesperados por las magras muestras de “adelanto cultural” nacional. Estos testimonios evidencian el desnivel entre las pretensiones de civilidad del público consumidor de las artes escénicas y su capacidad limitada de apropiarse de estas manifestaciones.

La plástica

El desarrollo de las artes plásticas será apenas incipiente en el siglo XIX. No existe mercado para la producción de obras plásticas autónomas en el sentido que tenemos contemporá-neamente. Si bien existen los oficios de pintor o escultor estos todavía son dependientes de la producción de imágenes para el mundo religioso o de retratos de personas acaudaladas o poderosas. La exploración de asuntos propios del arte pictórico como los paisajes o los cuadros de costumbres apenas existen. No funcionan todavía academias encargadas de la formación de los artistas plásticos.

Cultura popular

En lo referente a las prácticas culturales de más amplia di-fusión y que incluían a los grupos subalternos, debemos aclarar que las fiestas patronales religiosas seguían siendo el máximo acontecimiento cultural. Eran el lugar de expresión de fervor religioso, pero también de diversión y de producción de efectos estéticos. En la capital, las fiestas agostinas seguirán siendo por mucho tiempo el ritual social más destacado, capaz de interpelar a un público interclasista. Si bien, es posible rastrear ciertas pugnas entre el clero y los liberales sobre el hecho que estas opacaban las efémerides de la independencia del mes siguiente.

En los periódicos encontramos rastros de formas de entretenimiento popular, como espectáculos acrobáticos y cir-censes. Algunos de ellos representaban también a su manera el espíritu de la modernidad, pues exponían las maravillas del mundo tecnológico al público capitalino.

Encontramos por ejemplo varios espectáculos de varieda-des que tienen lugar en el Teatro Nacional. En estos espectáculos se juega con efectos sensacionales fuertes, característicos de las diversiones populares de las metrópolis de finales de siglo. Las crónicas delatan así una cierta confusión de espacios dedicados a la alta cultura y al entretenimiento popular que provocan estos espectáculos connotados de “modernos”. En estos casos, el Teatro Nacional, escenario por antonomasia de la cultura sofisticada de las elites, atrae a un público masivo que escasea en las funciones del teatro serio y de la ópera.

Paradojas de la modernización cultural

La información hasta aquí expuesta pone ya en evidencia algunas de las paradojas de la modernización cultural salva-doreña. Si la modernización se proclama como un proceso de universalización de costumbres y valores racionales, también es en la práctica un factor efectivo de diferenciación social, también es factor de acentuación y perpetuación de diferencias y de legitimación de desigualdades. El tránsito a la era moderna implica de manera muy visible la adopción de nuevas formas de vida y pautas de comportamiento, así como el descrédito y finalmente abandono de las antiguas. Este proceso se da de manera más acelerada entre las élites. Los nuevos tiempos re-claman ampliar la base social de la ciudadanía, del pueblo de la nación liberal, pero esta nación, se hace posible en los hechos a costa de negar indefinidamente el ingreso a esta a considerables contingentes de la población.

VII. El levantamiento de 1932

Erik Ching

A finales de enero de 1932, un suceso extraordinario en El Salvador dejó una profunda cicatriz en la mente de la nación. En esa fecha, unos cuantos miles de campesinos en rebeldía se levantaron y atacaron aproximadamente una docena de muni-cipalidades en el occidente salvadoreño, asesinando entre 50 y 100 personas y dañando muchas propiedades. La rebelión tomó por sorpresa al gobierno salvadoreño, al cual solo le tomó algunos días para reagrupar al ejército y lanzar un contraataque. El ejército tenía mejor movilidad y estaba mejor equipado, por ello, cuando lanzaron la ofensiva y rodearon a los rebeldes, volvieron rápidamente a tomar control sobre la región.

La rebelión fue un evento significativo, la violencia rural y la movilización campesina han tenido un lugar importante en la historia de El Salvador, por lo que la rebelión en sí no fue un momento decisivo. Más bien fue lo que sucedió posteriormente. Después de que el gobierno aplastó la rebelión, se definió un precedente que configuró todo un discurso que haría infames a los hechos del 32. Bajo el liderazgo del Presidente (y General) Maximiliano Hernández Martínez, el gobierno salvadoreño se vengó de toda la zona occidental. Las unidades armadas y gru-pos paramilitares asesinaron a miles de campesinos, quienes tenían poca o ninguna relación en la rebelión. Fue un horrible y trágico episodio, uno de los peores casos de represión estatal en la historia moderna de América Latina. El asesinato en masa consolidó a los militares en el gobierno, lo cual resultó en 50 años de dictadura militar, el más largo capítulo de ininterrum-pido control militar en la historia moderna de Latinoamérica. Los eventos de 1932 tuvieron profundas consecuencias de larga duración. Es por esta razón que el poeta y activista Roque Dalton describe a los salvadoreños como “nacidos medio muertos en 1932”, porque tuvieron que enfrentarse con el hecho de que la historia moderna de la nación se había criado en sangre.

La rebelión comenzó a la media noche del 22/23 de enero, y se centró en seis localidades geográficas: 1) Tacuba; 2) Ahuachapán; 3) Juayúa/Salcoatitán/Nahuizalco; 4) Sonsonate/ Sonzacate; 5) Izalco y 6) Colón.

Aunque hubo algunos ataques dispersos, estos consti-tuyeron los principales sitios de actividad. El típico patrón de ataque consistía en reunir decenas o cientos de campesinos en las afueras de los pueblos y tomar rápidamente los puestos militares y las oficinas del telégrafo, para evitar que enviaran una advertencia al principal puesto militar en la capital del de-partamento. Los rebeldes estaban pobremente armados, pero tenían la ventaja del factor sorpresa y de número, por lo que inicialmente tuvieron algunos éxitos.

Los primeros ataques tuvieron lugar en Juayúa, Izalco y Salcoatitán. Los reportes de testigos son raros, pero uno proveniente de un misionero bautista norteamericano en Juayúa, llamado Roy McNaught, describe haber sido desper-tado en el medio de la noche por fuertes golpes. El vio en su ventana aproximadamente 80 hombres atacando la oficina del telégrafo. También atacaron la estación de policía, matando a un oficial e hiriendo a otro. Además, se lanzaron sobre la casa de Emilio Radaelli, a quien McNaught describe como “el hombre más rico del pueblo”. Los rebeldes dispararon a Radaelli e hirieron a su esposa e hijo, quemaron su casa, saquearon algunos negocios y dañaron otras casas de la elite. De acuerdo con reportes tardíos del periodista salvadoreño Joaquín Méndez, los rebeldes causaron daños valorados en más de 300,000 colones ($125,000 dólares) solo en Juayúa, esta cifra puede ser el equivalente aproximadamente de un millón de dólares en moneda actual. La experiencia de Juayúa tipificó los ataques en las otras municipalidades. Los rebeldes focalizaron su ira en propiedades e individuos de la elite, y una vez lograron sus objetivos, se limitaron a saquear y a invitar vecinos pobres a unirse.

El cercano pueblo de Salcoatitán fue atacado aproximada-mente al mismo tiempo que Juayúa, lo que quiere decir que las fuerzas rebeldes en esa región se dividieron en dos para atacar ambos pueblos simultáneamente. Ni los oficiales del telégrafo en Juayúa o Salcoatitán fueron capaces de alertar al puesto militar en Sonsonate. Pero el de Izalco, pudo enviar un mensaje antes de sucumbir a los rebeldes. Temprano en la mañana del 23, el comandante del puesto militar de Sonsonate respondió organizando una fuerza expedicionaria que fue a apoyar a Izalco; pero estos se encontraron con un fuerte contingente de rebeldes cerca de Sonzacate. Estos habían finalizado el ataque al pueblo y se estaban preparando para marchar a Sonsonate. Los expedicionarios se retiraron al puesto con los rebeldes tras ellos. Aparentemente, las puertas principales del puesto estuvieron abiertas y algunos rebeldes entraron en medio de luchas mano a mano antes que los soldados los vencieran y cerraran las puertas. Entonces repelieron a los rebeldes con armas de fuego, desde lugares seguros dentro de los muros del puesto. Luego abandonaron el ataque y dejaron Sonsonate después de arremeter contra la estación de policía y saquear algunas propiedades.

Al mismo tiempo del ataque al cuartel de Sonsonate, otro grupo acometió en contra del cuartel en Ahuachapán. También fue repelida por constantes disparos con armas de fuego. A pesar de que los ataques en los dos puestos fallaron, esto permitió que la rebelión durara más de lo que en otro caso pudo ser. Los mandos dudaron en enviar sus tropas fuera de los puestos mientras no estuvieran seguros que la amenaza inmediata había pasado. Por lo tanto el contraataque militar no empezó sino hasta el 24 de enero, en lugar de la mañana del

Los tres ataques finales ocurrieron todos el 23 de enero, en

Tacuba y Colón por la mañana, y en Nahuizalco por la tarde. La rebelión fue aplastada aproximadamente en 24 horas, entre la tarde del 24 al 25 de enero. Las tropas de Sonsonate retomaron Izalco y Nahuizalco en la tarde del 24 y durante la mañana siguiente lograron controlar Salcoatitán y Juayúa. Un grupo expedicionario desde Ahuachapán llegó a Tacuba en la misma tarde y llevaron a los rebeldes ahí. Así que en la tarde del de enero, todos los pueblos estaban en manos del gobierno. Tan pronto como los informes de la rebelión llegaron a San Salvador, el gobierno nacional comenzó a organizar fuer-

tes columnas de tropas provenientes de los departamentos del centro y del oriente. Solo tomó unos días para juntar a todas las tropas y colocarlas en el tren, por lo que no llegaron a Son-sonate durante la tarde del 25, momento en que las tropas ya habían recuperado el control en la región. Pero eso solo fue el comienzo de la matanza. Las unidades militares se desplegaron por el campo matando campesinos indiscriminadamente. Una de las tácticas militares al llegar a un pueblo era llamar a todos los hombres adultos a que se reportaran a la plaza central para recibir un salvoconducto y evitar ser confundido con un rebelde. Mientras se reunían, todos los hombres eran ametrallados en masa. Bandos paramilitares de los pueblos locales que fueron reunidos, recorrieron el campo buscando a cualquiera que mereciera morir.

No existe manera de determinar el número de personas muertas. Nadie hizo cuenta y los archivos no dicen nada al respecto. Todo lo que se tienen son varias descripciones de testigos y algunas fotografías de los cadáveres tirados en las calles y movilizados en carretas para ser colocados en fosas comunes. Certeramente se puede decir que varios miles de personas fueron asesinadas.

Curiosamente, tan pronto como las masacres comen-zaron, estas terminaron rápidamente, al menos de parte del gobierno. Asimismo bandas de paramilitares locales continua-ron una exacta retribución en la población rural por semanas, incluso meses; pero cerca de diez días después que comenzara la masacre por parte del ejército, el gobierno ordenó que finalizara la represión y el regreso de las tropas, dejando aproximada-mente el mismo número de soldados que habían en la región antes de la sublevación. Los oficiales del gobierno unos meses después expusieron sus razonamientos, entre ellos el presidente Martínez, el cual en un discurso ante la Asamblea Nacional el 4 de febrero, explicó que querían un campo estable que permitiera la productividad económica y entendieron que los campesinos muertos no eran buenos trabajadores. También creyeron que las condiciones de explotación en el campo causan rebeliones, por ello argumentó que podrían ser necesarias algunas refor-mas para prevenir futuras rebeliones. En última instancia, el gobierno de Martínez hizo muy poco para llevar a cabo dichas reformas, pero estableció un patrón básico que los posteriores regímenes militares seguirían: reprimir rebeliones campesinas, pero promoviendo la idea de reformas para prevenirlas.

Las causas de la rebelión de 1932 pueden ser divididas en explicaciones de corto y largo plazo. Las explicaciones de largo plazo pueden ser resumidas en dos palabras: indígenas y café. Las tierras altas del occidente de El Salvador fueron el centro de la economía cafetalera, y el café fue el más importante cultivo de la época. El café contabilizó el 90 % de las ganancias producto de la exportación antes de la Gran Depresión de 1929. El occidente salvadoreño también era residencia de la gran mayoría de los indígenas salvadoreños, de hecho, muchas de las plantaciones de café estaban localizadas en tierras que anteriormente perte-necieron a las comunidades indígenas bajo la forma de tenencia de tierra comunal. La mayoría de las municipalidades que fueron atacadas durante la rebelión tenían mayoritariamente población indígena, como Nahuizalco, Izalco, Juayúa y Tacuba. Se sabe que muchos de los rebeldes eran indígenas, aunque también participaron muchos campesinos ladinos. Desde finales del siglo XIX, las tierras altas del occidente de El Salvador y sus pueblos indígenas, habían sido sometidos a intensas presiones de transformación. Los indígenas perdieron sus tierras comu-nales por medio de decretos gubernamentales en la década de 1880, aunque, incluso recibieron parte de sus tierras bajo la forma de propiedad privada, la mayoría de las principales tierras para café pasó a ser propiedad de ladinos especuladores y de hacendados capitalistas. Hacia 1920, muchos campesinos del occidente salvadoreño, no tenían suficiente tierra para subsistir, y muchos de ellos se convirtieron en dependientes a tiempo completo de los salarios en las plantaciones de café.

Fue una situación peligrosa que se exacerbó luego que se desencadenara a corto plazo la Gran Depresión de 1929. Los consumidores norteamericanos y europeos del café salvadoreño compraron menos y los precios cayeron. Los productores no tuvieron otra opción que cortar los salarios y la producción. Así que en 1930 y 1931, la población rural del occidente de El Salvador estaba en una situación de crisis aguda, y comenzaron a movilizarse en respuesta a ello. Existe un gran debate en cuanto a si el Partido Comunista Salvadoreño y otras organizaciones hermanas, el Socorro Rojo Internacional o la Federación Regio-nal de Trabajadores Salvadoreños, tuvieron responsabilidad en la organización del levantamiento. No hay duda de que algunos miembros de estas organizaciones querían desesperadamente organizar a los trabajadores del café y liderar una insurrec-ción. Aunque varios de sus miembros fueron más cautelosos y menos optimistas, creían que su nueva organización, en gran medida de base urbana, tendría dificultades con el tiempo para organizar un evento de tal dimensión. Existen muchas razones para considerar que el foco principal de la insurrección estaba ubicado en las comunidades campesinas, en vez de estas orga-nizaciones formales. De cualquier forma, a finales de 1931 el occidente se encontraba en un estado de gran agitación, con huelgas regulares estallando en las plantaciones de café, y mu-chos planes circulaban en secreto para lanzar una rebelión, lo que eventualmente ocurrió el 22 y 23 de enero.

Las razones de la intensa represión por parte del gobier-no, pueden ser mejor resumidas en las muchas y diversas pre-siones que tenía el gobierno de Martínez. Era un nuevo gobier-no que llegó al poder mediante el golpe de estado de diciembre de 1931 Arturo Araujo, quien fue electo democráticamente. Los Estados Unidos se reusaron a reconocerlo diplomáticamente, porque llegó al poder por medios no democráticos. Y también, por supuesto, el gobierno se enfrentó con una profunda crisis económica y una creciente situación de organización de masas. Tan pronto la rebelión estalló, los Estados Unidos y la Marina Británica aparecieron en las costas y declararon que podían desembarcar, el régimen de Martínez lo interpretó como una amenaza a la soberanía. Al parecer el gobierno reaccionó con dureza, para no dejar dudas en la mente de cualquier perso-na, que todo estaba bajo control y que podía prometer orden y estabilidad. Fue una decisión política, trágica y homicida.

Los eventos de 1932 tuvieron un profundo y perdurable impacto en El Salvador. Sin lugar a dudas, establecieron un precedente en el uso del terror para reprimir a las masas que se movilizaban en el campo, algo que se repitió a menudo en las siguientes décadas. También consolidaron las diferencias de interpretación política de la izquierda y la derecha en El Sal-vador. Aunque el término “comunista” fue usado para referirse libremente a los rebeldes, es bastante claro que la mayoría de los involucrados entendieron que los eventos estaban profun-damente arraigados en la historia de la tierra y las relaciones laborales en el Occidente de El Salvador. Los terratenientes creían ser los poseedores de la justicia, la riqueza y el poder y definían a los campesinos rebeldes como bárbaros ingratos por cuestionar el sistema. A menudo se describen las acciones de los rebeldes con un lenguaje exagerado, acusándolos de matar a miles de personas, en lugar de entre cincuenta o cien que mataron, y luego se pasa por alto, convenientemente, la campaña criminal por parte del ejército que los aseguraba en el poder local. En cuanto a la izquierda, el desastroso resultado de la rebelión hizo que sus miembros no se atrevieran a asumir la responsabilidad de la rebelión, o incluso lo definen como una buena idea. Aunque sin duda, focalizaron su atención en la masacre provocada por el gobierno, como una manera de exponer las profundas diferencias políticas y económicas de El Salvador. Los sucesos de 1932 fueron enmarcados dentro de los debates que degenerarían en la guerra civil de la década de 1980.

VIII. El papel político del Ejército salvadoreño* (1930-1979)

Knut Walter Philip J. Williams

Desde el comienzo del gobierno militar directo en 1931 hasta los primeros años de la guerra civil, en 1980, la estruc-tura y composición de las fuerzas­ armadas salvadoreñas ha permanecido esencialmente­ sin cambio alguno: un ministerio de defensa,­ un estado mayor, una escuela militar, brigadas­ y re-gimientos de infantería departamentales, comandantes locales, una fuerza aérea y una marina­ pequeñas y una extensa organiza-ción a nivel de base (sobre todo en las áreas rurales), encargada del reclutamiento que mantiene una red de reservistas activos, quienes pueden ser llamados a prestar servicios paramilitares. Las fuerzas armadas­ se han conservado como una organización relativamente­ simple con tareas sencillas: la conservación­ del orden interno, el respeto y la defensa de la propiedad privada y el control (si no la erradicación) de aquellos grupos políticos que no encajan dentro de las provisiones constitucionales de la época. La defensa del territorio nacional y de la soberanía también­ fue parte de las responsabilidades del ejército,­ pero

*Este es un resumen del artículo El ejército y la democratización en El Salvador, publicado originalmente en la revista Eca 539, de 1993. con una excepción notable, la guerra con Honduras en 1969, su competencia en este campo nunca ha sido puesta a prueba.

Tareas tan sencillas como las señaladas tampoco­ requie-ren de un soldado muy complicado. Durante­ décadas, el ejército salvadoreño llenó las filas de su infantería con campesinos que recibían el entrenamiento mínimo para poder operar. Las tareas específicas de policía las llevaban a cabo los cuerpos­ de segu-ridad, los cuales, hasta los años cincuenta,­ incluían la Guardia Nacional y la Policía Nacional­. Ambos estaban bajo el control directo de la Fuerza Armada y sus efectivos eran voluntarios que permanecían en sus filas por períodos más largos que el soldado regular de infantería.

Por lo tanto, tradicionalmente, la Fuerza Armada­ mane-jaba tanto la defensa convencional del interés­ nacional de cara a posibles enemigos externos­ como la conservación de un orden social y político interno aceptable y las garantías constitucionales,­ necesarias para el funcionamiento de todo el modelo de desarrollo agroexportador. Por supuesto, el mismo esquema operaba en los otros ejércitos centroamericanos del siglo XX. Lo notable­ es la “resistencia” del ejército salvadoreño, su capacidad para renovar su presencia en los puestos de poder más altos del Estado y para legitimar su presencia en el pueblo, especialmente en las áreas rurales, donde, hasta muy recientemente, vivía la mayoría de la población del país. Sin embargo, debe aclararse desde el principio que la Fuerza Armada­ salvadoreña no ha estado atada por un matrimonio­ permanente con ninguna fuerza social o política;­ si bien la mayoría de las veces se ha puesto del lado de la oligarquía terrateniente, los militares también han apoyado algunas políticas destinadas a debilitar la dominación económica de dicha oligar-quía. La Fuerza Armada­ salvadoreña está más interesada en la defensa­ del Estado y de sus propios intereses corporativos­ que en aliarse ciegamente con una determinada­ fuerza social o económica.

Las Fuerzas Armadas durante la dictadura de Hernández Martínez

Los oficiales militares que establecieron la dictadura­ de Maximiliano Hernández Martínez en octubre­ de 1931 estaban convencidos que el gobierno civil de Arturo Araujo era incapaz para controlar­ el crecimiento de las fuerzas políticas que ame­ nazaban la existencia del Estado salvadoreño y que carecía de autoridad para adoptar medidas drásticas y enfrentar el impacto de la depresión. Pero incluso antes del golpe, durante el difícil momento económico y social­ cuando se tuvieron elecciones presidenciales a comienzos de 1931, el gobierno civil conservó el ejército como el pilar principal de la estabilidad. Más específi-camente, se distinguió a la Guardia Nacional como una garantía particularmente importante­ para las instituciones del Estado y de los derechos e intereses de los individuos.

Por consiguiente, la instalación de Hernández Martínez como presidente no alteró la estructura de las fuerzas armadas ni incrementó el presupuesto militar. La insurrección campe-sina en el occidente­ de El Salvador, en enero de 1932, sofocada con relativa facilidad en un mar de sangre por el ejército y los grupos paramilitares, demostró a todos la enorme ventaja, en términos de poder de fuego (especialmente de las ame-tralladoras), de la Fuerza Armada y de la Guardia Nacional. Lo que cambió rápidamente con Hernández Martínez fue la presencia­ de oficiales militares en numerosos puestos gu­ bernamentales y el establecimiento de un sistema de partido único, simpatizante por un tiempo del partido­ Nazi alemán. Por lo demás, la dictadura salió de la depresión con las me-didas redistributivas y reformistas mínimas­. Lo más que hizo fue establecer un banco central y un banco hipotecario como instituciones públicas controladas por intereses económicos poderosos­ y pensados con la idea de comprar propiedades­ rurales para distribuirlas después entre los campesinos sin tierra. Pero su preocupación principal,­ en la misma línea de la elite cafetalera, era mantener el orden y la defensa de la pro-piedad privada, especialmente en las áreas rurales. La Guardia Nacional, fundada y entrenada por oficiales­ españoles en 1912, fue el instrumento principal para conseguir estos objetivos. Sus agentes erraban­ libremente por el campo, mientras que otros (por lo general llamados “supernumerarios”) fueron­ contratados en términos privados por los terratenientes­ y por otros propietarios para dar seguridad,­ especialmente durante el tiempo de la cosecha­ de café.

El resto de la Fuerza Armada, los batallones de infan-tería y de artillería, fue utilizado de una ma­nera muy limitada por el régimen. El problema principal, tal como lo percibió el cuerpo de oficiales,­ era el bajísimo nivel educativo con el cual los reclutas ingresaban a los cuarteles. Por lo tanto, los oficiales debían proporcionar clases de alfabetización­ básica para que los soldados de rango y fila obtuvieran una competencia mínima en lectura y escritura. Aun así, la práctica de reclutar campesinos­ contribuyó a mantener la presencia militar en las áreas rurales, puesto que los veteranos del servicio militar eran obligados a participar en las patrullas locales, llamadas “patrullas cantona-les” (también conocidas como “escoltas militares”). Estuvieron bajo el mando directo de los “comandantes” locales,­ quienes formaban parte del llamado “servicio territorial”, una sección del Ministerio de Defensa. También proporcionó al ejército una justificación adicional de su existencia: civilizar a los campesi­ nos con la alfabetización y la educación básica así como con el entrenamiento físico.

El derrocamiento de Hernández Martínez en 1944 no dio paso, como en Guatemala, al estable­cimiento de un régi-men dirigido por civiles. En lugar de ello, los herederos del dictador dejaron muy claro que los civiles (unas veces llamados “izquierdistas” y otras “reaccionarios”) eran los responsables principales del “caos” de 1944. En cuanto el país se deslizó hacia la “desintegración total”, el ejército intervino forzosamente para restaurar­ la paz nacional y la tranquilidad. Indudablemente,­ un buen número de altos oficiales militares­ participó en el golpe de Estado de 1931 y en la represión del año siguiente; así, pues, las manifestaciones­ callejeras, dirigidas por civiles, los deben­ haber alarmado de modo extremo, aunque las áreas rurales permanecieron en calma. Más aún, la ejecución de los oficiales militares que se pusieron del lado de los civiles que se opusieron al régimen en la revuelta abortada de 1944 por un escuadrón de fusilamiento hizo que otros se lo pensaran dos veces antes de participar en cualquier aventura política. Al final, por lo tanto, una dictadura militar conservadora permaneció en el poder durante otros cuatro años, mientras que Hernández Martínez­ fue obligado a exilarse y nunca regresó a El Salvador.

La nueva Fuerza Armada del gobierno re­volucionario

En diciembre de 1948 algunos oficiales del ejército (di-rigidos por un grupo de mayores) y al­gunos civiles derrocaron el gobierno del general Salvador Castaneda Castro e instalaron una junta que buscó legitimar su existencia con una retórica política y con formas de gobierno nuevas. Los sinónimos­ del régimen de Hernández Martínez y sus sucesores inmediatos tuvieron la misma concepción­ política: deber, tranquilidad, paz, orden (social­ y constitucional), vigilancia, protección, propiedad­ y garantías. Nunca se mencionó la demo­cracia. Pero sus enemigos se hallaban en las críticas­ usuales de facciones, los partidos, los desórdenes y la anarquía. Así, cuando la nueva junta declaró que los regímenes anteriores habían descartado la voluntad­ popular y, por lo tanto, habían permitido el surgi-miento de la disensión política, también anunció que la Fuerza Armada dirigiría al pueblo hacia una vida nueva dentro de las formas republicanas­ de gobierno. En particular, la junta se comprometió­ con los principios democráticos y a respetar­ la voluntad popular expresada en unas elec­ciones libres.

Sin embargo, una proclama de la junta, dada a conocer once días después del golpe, definía en términos mucho más precisos el tipo de democracia­ que los oficiales militares y sus aliados civiles estaban considerando. Por un lado, la “libertad” florecería solamente en un ambiente de orden, libre­ de pers-pectivas extremistas y demagógicas. Así, mientras la Fuerza Armada se volvía “apolítica”,­ se le encargaba garantizar la libertad y asegurar­ el respeto de la ley. No solo eso: la junta hizo un llamado a la unidad de todos los salvadoreños para conseguir el progreso nacional y la reconstrucción­ en términos de un “bloque indestructible” conformado por la población civil y la Fuerza Ar­mada (Proclama de 1948).

De esta manera, el ejército siguió siendo un elemento constante en el nuevo modelo de desarrollo­ que buscaba promo-ver la industrialización, diversificar la agricultura de exportación y aumentar­ el gasto del servicio social y del bienestar público­. Reiteraba el papel de la Fuerza Armada como una escuela para las masas y se comprometía­ directamente a apoyar una campaña nacional de a1fabetización. El ejército decidió mejorar la prepa-ración de su propio cuerpo de oficiales, exigiendo más requisitos para ingresar en la Escuela Militar y reformando su programa de estudios, así como creando una escuela de guerra. También abrió su contabilidad al escrutinio y la supervisión públicos unos pocos años (por primera y última vez) para cumplir con su pro-mesa de administrar sus fondos honesta y eficientemente. Pero el gasto militar como proporción­ del gasto total del gobierno no disminuyó de manera notable desde los años de la dictadura de Hernández Martínez. El compromiso­ del régimen con la demo-cracia no pasaba de ser verbal: en toda la década de los cincuenta, los partidos de la oposición nunca ganaron ni un escaño en la asamblea ni controlaron municipalidad­ alguna, como resultado de la intimidación, el fraude y el control total del evento electoral por parte del gobierno. El rechazo inicial a un partido­ “oficial” por parte de los nuevos gobernantes rápidamente se convirtió en la creación del Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD), dominado por el ejército. Para el salvadoreño­ común, este partido no pudo ser muy distinto­ del Partido Pro Patria de Hernández Martínez­.

Otro elemento importante en la continuidad del papel del ejército fue la conservación de una extensa­ estructura paramilitar en las áreas rurales. Los comandantes locales estaban encargados de elaborar la lista de los hombres disponibles para ser reclutados y de seleccionarlos cuando llegase el momento. Todos los solda-dos que hubiesen hecho­ servicio militar continuaban registrados en la comandancia local como miembros de las escoltas militares, las cuales actuaban sobre todo los fines de semana “para garanti-zar la vida y la propiedad”­. A estos reservistas también les daban pláticas­ sobre la disciplina, la bandera, el himno y los peligros del comunismo. Había recompensas inmediatas también: los cuar­ teles del servicio territorial se preocupaban porque los miembros de las escoltas militares recibiesen asistencia médica y económica en caso de necesidad,­ lo cual para una familia campesina pobre era más valioso que cualquier sacrificio. En este momento, no es posible determinar la magnitud de esta estructura paramilitar, pero si reclutaba unos 3,500 efectivos anualmente (es el dato de 1955), al final de la década debería haber estado conformada­ por un total de 35,000 efectivos aproximadamente,­ más todos los de los años anteriores.

Finalmente, los cuerpos de seguridad del antiguo­ régimen permanecieron casi sin alteración alguna­ en el orden nuevo. La Guardia Nacional, descrita por la jerarquía militar en términos cada vez más brillantes, según pasaban los años, proporcionó­ seguridad en todas las áreas rurales del país. Sus servicios tenían mucha demanda, al extremo­ que continuó la práctica de los años de Hernández­ Martínez, según la cual los propietarios de fincas y de negocios contrataban a los guardias retirados­ por una de-terminada cantidad de dinero. Al igual que en el caso del ejército reclutado, no hay estadísticas disponibles sobre la fuerza de este cuerpo armado, pero a partir de los uniformes proporcionados­ (4,400 en 1955), se puede asumir que el número de sus efectivos era de unos dos mil aproximadamente. Por lo tanto, si el ejército de reclutas y reservistas se agrega al estimado total de guardias, se puede estimar que, al final de la década, el régimen pudo contar con unos 40,000 hombres en las áreas rurales para proporcionar apoyo político esencial y seguridad en un país con dos millones y medio de habitantes, de los cuales un millón y medio vivía en las áreas rurales.

La preocupación principal del ejército con la seguridad en el campo no lo preparó para enfrentar­ la crisis que surgió en las áreas urbanas del país, especialmente en San Salvador, en 1959 y 1960. Los universitarios y los dirigentes de la oposición­ participaron en manifestaciones callejeras que fueron reprimidas violentamente por los cuerpos­ de seguridad y, al final, provocaron otro golpe de Estado que derrocó al gobierno del coronel José María Lemus. Al igual que en 1948, una coalición­ de oficiales militares y de civiles (en su mayoría­ vinculados a la Universidad Nacional) intentó­ establecer las bases de un sistema político nue­ vo más abierto, pero su gobierno solamente duró tres meses (de octubre de 1969 a enero de 1961), cuando fue reemplazado por otra junta (el Directorio­ Cívico-Militar), la cual incluía oficiales militares­ y civiles más conservadores.

Los gobiernos de “conciliación nacional”

En los años sesenta, los ejércitos de Centroamérica participaron en una serie de tareas que buscaban enfrentar la amenaza izquierdista, proveniente de la Cuba revolucionaria. Estados Unidos, por medio de la Alianza para el progreso y por el incremento de la asistencia militar, buscó promover un cambio social y económico funda­mental y garantizar la segu-ridad militar. Así, la junta cívico -militar integrada en enero de 1961 fue influenciada por las exigencias del gobierno de Kennedy en cuanto a tener elecciones y hacer reformas socia-les y económicas, por un lado, y, por el otro, por la resistencia continua de la oligarquía a la reforma agraria, al incremento de los impuestos­ directos y a la libertad de expresión política. Para complicar las cosas, aparecieron nuevos partidos políticos no comunistas que ofrecieron a la población una al­ternativa refor-mista, los democratacristianos y los social demócratas. Aunque estos partidos mantenían­ vínculos con organizaciones políticas internacionales,­ prohibidos expresamente por la Constitu­ción, estos vínculos hicieron imposible suprimir a estos partidos de una vez por todas y empezaron a conseguir un apoyo fuerte, en especial en las áreas urbanas.

El nuevo presidente militar, el coronel Julio Rivera, intro-dujo ciertos cambios, en un intento por apaciguar los intereses contradictorios dentro y fuera de El Salvador. En primer lugar, se introdujo­ la representación proporcional de tal manera que la oposición no comunista podría al menos participar en la asam-blea y en los gobiernos locales­. Al final de la década, los partidos de la oposi­ción habían conseguido casi la mitad de los escaños­ de la asamblea y controlaban algunos gobier­nos municipales, incluido el de San Salvador. En segundo lugar, se introdujo un impuesto progresivo, lo cual hizo que los ricos pagasen más de esta manera y a la vez proporcionó al gobierno recursos­ adicio-nales para programas sociales. Sin embargo,­ no se hizo ningún intento para promover otros programas importantes de la Alian-za para el progreso, como la reforma agraria. Y, finalmente, el ejército introdujo un programa de “Acción cívico­ militar” con el propósito de poner sus recursos humanos y materiales al servicio de proyectos de desarrollo local, enfrentando así el intento de los grupos izquierdistas para ganar apoyo.

Sin embargo, la democracia plena no fue cues­tionada. La definición militar oficial de la democracia­ se estableció pronto: “… El sistema de gobierno­ democrático está basado, fundamentalmen­te, en el equilibrio entre los poderes públicos, en su independencia y capacidad para la fiscalización mutua” (Ministerio de Defensa y Seguridad Públi­ca, 1961). Más aún, la nueva Constitución de 1962 conservó una provisión de la de 1950 según la cual, la Fuerza Armada era responsable del orden público y de garantizar el respeto a la ley y a los derechos constitucionales. Asimismo, permitía a los militares intervenir directamente si la prohibición­ constitucional de reelección presidencial era violada.

Más importante fue el papel abierto del ejérci­to en el de-sarrollo social y económico por medio de la acción cívica militar. En 1963, una Dirección General de Acción Cívica fue establecida en el Ministerio de Defensa para coordinar la participa­ción del ejército en esos programas los cuales, tal como se definieron inicialmente, incluían, entre otras cosas, la construcción y reparación de escue­las y carreteras, el servicio de transporte para excursiones­ escolares y la distribución de alimentos por medio del programa de Caritas, clínicas médi­cas, donaciones de tela para uniformes escolares, distribución de afiches con los símbolos nacionales,­ donación de sangre por parte de los reclutas para los hospitales y servicios de almuerzo y bar­bería para los niños pobres de las escuelas.

De esta manera, los recursos del ejército se sumaron a los de los ministerios de educación, obras públicas, salud e in-terior, y a una nueva organización­ paramilitar, la Organización Democrática­ Nacionalista (ORDEN), dirigida directamente por el presidente de la república y estrechamente vinculada a la Guardia Nacional.

Sin embargo, es difícil calibrar los resultados concretos de la acción cívica militar en términos de cobertura e impacto. Lo que sí parece claro es que esta acción se incrementó con el tiempo, a medida que el descontento rural se extendía des­pués de 1970. Por ejemplo, en 1966, la acción cívica­ militar distribuyó alimento a 16,930 personas y en navidad repartió regalos a 26 mil niños. Cinco­ años más tarde, en 1971, la cobertura aumentó al repartir 86 mil regalos en navidad, 10 mil pares de zapatos, más de 8 mil prescripciones médicas y 10 mil libras de ropa usada, al extraer 676 dientes y al proporcionar otra clase de ayuda, además de construir canchas de basquetbol, escuelas y caminos­ en “cientos” de comunidades. Asimismo, es notable la incursión de la acción cívica­ militar en las áreas urbanas después de 1975, especialmente en San Salvador, cuando las actividades­ de los sindicatos izquierdistas y de los grupos­ de estudiantes se intensificaron.

Cuando la oposición aumentó, la Fuerza Armada empezó a reforzar y expandir sus estructuras­ militares y paramilita-res. En 1974, organizó batallones de reserva, vinculados a las brigadas de infantería y a los puestos militares. Cada batallón tenía entre dos y tres mil hombres. Además, se estableció una escuela de mandos en el departamento de Morazán­. Compraron equipo y armas nuevos, pero no como el ministro de defensa lo presentó en términos más bien crípticos,­ para hacer la guerra, sino para mantener a la Fuerza Armada prepara­da para de-fender los intereses de la na­ción. Finalmente, los rangos­ de las escoltas militares se expandieron, debi­do al “incremento de la población”, según el ministro­ de defensa, pero lo más probable es que haya sido como resultado del crecimiento evidente de la rebeldía campesina, manifiesta en tomas de tierra, en manifes-taciones y en la organización de sindicatos.

Lo que la Fuerza Armada y los presidentes militares,­ desde Fidel Sánchez Hernández (19671972),­ pasando por Arturo Armando Molina (1972-1977) hasta Carlos Humberto Romero (1977-1979), enfrentaban era un enemigo nuevo: masas cre-cientes de gente desplazada de sus tie­rras por la expansión de la agricultura de exportación,­ expulsadas de Honduras antes y después de la guerra desastrosa de 1969, y organizadas por una multitud de nuevos actores sociales que iban, desde sacerdotes a estudiantes y dirigentes campesinos­. Las voces de la disensión que salieron de estas masas no tenían canales institucionales efec­tivos para expresarse, debido a que la apertura política­ que el presidente Rivera inició a comienzos de los sesenta se cerró otra vez a principios de los setenta. El ejemplo más descarado de esto fue la elección fraudulenta del coronel Molina en 1972 y en contra de la coalición de los democratacristianos,­ los socialdemócratas y los comunistas. Las elecciones siguientes para la asamblea y la presidencia fueron boicoteadas por la oposición o manipuladas­ descaradamente por el partido “ofi-cial”, el Partido de Conciliación Nacional (PCN), des­cendiente directo del PRUD.

Aun así, en 1976, el gobierno del coronel Molina­ trató de implementar un programa de reforma agraria moderado (la llamada “transformación agraria”), pero los intereses con-servadores de los terratenientes forzaron a hacer un cambio radical e incluso pudieron imponer al último presidente militar,­ el general Romero, cuyos dos años en la presidencia­ se carac-terizaron por medidas represivas extremas. Así, la solución del alto mando tomó el camino de la confrontación militar, para la cual el ejército no estaba preparado realmente.

En la década de los setenta, el control militar de las áreas rurales, manejado cuidadosamente desde la insurrección campesina de 1932, empezó a quebrarse. La explicación es bien sencilla: el campo había cambiado, no así el ejército. La gente que vivía y trabajaba en las áreas rurales (los campesinos,­ los ocupantes ilegales y los trabajadores migrantes) estaba sujeta a una miseria creciente, puesto que la tierra y las oportunidades de trabajo se volvieron más escasas. Más aún, las poblaciones­ rurales se volvieron más conscientes de su situación y estaban más decididas a transformarla actuando directamente. El ejér-cito, en cambio, continuó considerando a la población rural en los mismos términos que en las décadas de los cua­renta y cincuenta: una masa de campesinos ingenuos­ y, o atemorizados, algunos de los cuales po­dían ser moldeados como soldados y reservistas completamente obedientes y, de esta manera, po­ drían controlar al resto.

IX. La guerra con Honduras: ¿nacionalismo o falta de visión? (1969)

Carlos Pérez Pineda

Tal y como el historiador americano Thomas P. Anderson constató en 1981, la causalidad de la Guerra de las Cien Horas es “multifacética como un diamante”. No existen explicaciones sobre el origen del conflicto que puedan ser sustentadas en una causa única. A lo largo del tiempo se ha otorgado diferentes pesos espe-cíficos a un conjunto de factores que casi todos los estudiosos de ese acontecimiento consideran que deben ser tomados en cuenta a la hora de establecer las causas de la “Guerra de la Desintegra-ción” como la ha llamado el sociólogo francés Alain Rouquié, haciendo alusión a la crisis de la integración centroamericana llevada a su extremo por la contienda armada. Esos factores van desde las desigualdades del Mercado Común Centroamericano (MCCA), hasta la corriente migratoria salvadoreña hacia la vecina Honduras, pasando por una supuesta conspiración entre ambas oligarquías para desviar la atención popular de los problemas internos, explicación favorita de la izquierda radical quien, de paso, coloca al “imperialismo” en el banquillo de los acusados culpándolo de mover los hilos del drama tras bambalinas sin preocuparse en mostrar evidencia que sustente tal afirmación. La cuestión fronteriza no puede ser considerada como un factor causal directo de la crisis aunque ciertamente fue un factor quecontribuyó a crear tensiones militares que generaron sentimien-tos que favorecieron un desenlace violento del conflicto.

Anderson considera que la base para explicar el origen del conflicto debe buscarse en la relación entre el hombre y la tierra dentro de los dos estados contendientes. Ciertamente fueron procesos asociados a esa relación la que motivó a los grandes latifundistas ganaderos a presionar al gobierno hondu-reño para expulsar masivamente a los campesinos precaristas salvadoreños de las tierras nacionales que ocupaban y que eran objeto de violenta disputa entre campesinos y terratenientes. También fue el problema de la relación del hombre con la tierra la que explica el profundo temor de poderosos grupos de la elite económica salvadoreña, que leían la realidad a través de ideas y valores arraigados en la cultura política de sociedades agra-rias, ante la perspectiva del retorno de centenares de miles de campesinos desposeídos. Fue precisamente esa facción agraria, contrapuesta a los grupos de industriales y comerciantes que se beneficiaban del MCCA, la que ejerció la influencia decisiva sobre una cúpula militar gobernante que compartía sus mismos temores, para resolver el conflicto con Honduras de manera violenta. Es necesario hacer énfasis en que el principal factor en la generación de la crisis que condujo al rompimiento de las hostilidades militares entre los dos países fue la desconcertante agresividad de la campaña antisalvadoreña que acompañó a la ejecución de la reforma agraria hondureña.

La campaña de limpieza antisalvadoreña produjo, desde principios del mes de junio hasta el momento del ataque sal-vadoreño, más de 20,000 salvadoreños retornados a su país de origen después de haber sido obligados a abandonar bienes y hogares en el vecino país. Los esfuerzos de la comunidad hemisférica, incluyendo al gobierno de los Estados Unidos de América, para, en un primer momento, prevenir la guerra y, posteriormente, para interrumpir las operaciones militares ha-bían sido concebidos básicamente para enfriar y para desescalar el conflicto, haciendo prácticamente a un lado las cuestiones directamente relacionadas con la suerte de las decenas de miles de salvadoreños despojados y coaccionados a abandonar sus hogares en Honduras. La difusión de los testimonios de las víctimas de la violenta campaña antisalvadoreña en Honduras levantó una gigantesca ola nacionalista de indignación popular y generó un movimiento masivo de solidaridad con los compatrio-tas retornados. Los numerosos pronunciamientos sectoriales de condena al gobierno y a las fuerzas armadas de Honduras publicados en los medios de prensa proporcionaron la medida de una agitada opinión pública que presionó al gobierno y a los militares salvadoreños para responder enérgicamente al desafío hondureño. La movilización ciudadana estimulada por un discurso oficial nacionalista careció de autonomía y se auto disolvió paulatinamente después de la ruptura de la unidad nacional por el partido demócrata cristiano antes de finalizar el año 1969.

Algunos enfoques tienden a personalizar las estructuras sociales hasta casi considerar a los seres humanos como simples instrumentos de la fatalidad económica. La Guerra de las Cien Horas ha sido atribuida a un conjunto de factores impersonales como las contradicciones del proceso de integración económica regional, la política imperialista del gobierno americano y la lucha de clases en los dos países, ignorando el juego de las vo-luntades y las pasiones humanas en la definición de coyunturas críticas. Tucídides, el historiador de la Guerra del Peloponeso, consideró hace muchísimo tiempo que los pueblos organizados en estados tendían a competir violentamente por el poder e iban a la guerra por razones de “honor, temor e interés”. Los tres motivos de Tucídides para entender las causas de las guerras pueden ser identificados detrás de la decisión salvadoreña de invadir con fuerzas militares a Honduras. Aparentemente el grupo que favoreció la guerra temía las consecuencias políticas de un retorno masivo de campesinos salvadoreños sin tierra, tenía interés en el mantenimiento de un statu quo que aseguraba el acceso a una frontera agrícola en territorio hondureño para los “excedentes” nacionales de población campesina y consi-deraba que la guerra era la única vía honorable para castigar al culpable de la crisis. En el conflicto honduro-salvadoreño las consideraciones de utilidad y conveniencia económica fueron subordinadas a consideraciones sobre el honor nacional que adquirieron una importancia desproporcionada y decisiva. Los miembros del gabinete del presidente Sánchez Hernández que intentaron favorecer una solución no violenta a la crisis con Hon-duras, principalmente los ministros de Economía y de Relaciones Exteriores, fracasaron en su propósito. El honor significaba, en ese particular contexto histórico, prestigio institucional, status y orgullo nacional. La salvaguarda del honor nacional también estaba directamente vinculada a la cuestión de la conservación del poder, pues los militares salvadoreños temían el irreparable daño a su legitimidad como defensores de la nación y a su control del sistema político, que supondría una salida deshonrosa a la crisis. Ninguno de los dos gobiernos podía dar marcha atrás sin correr el riesgo de perder todo su prestigio ante la opinión pública de sus respectivas sociedades. Algunos estudiosos del conflicto sostienen que a finales del mes de junio de 1969, ambos gobiernos habían perdido parcialmente el control de los acontecimientos alcanzando un punto de no retorno en el desarrollo de la crisis.

Una de las consecuencias inmediatas del conflicto fue la desvalorización de las ideas unionistas que habían inspirado las políticas integracionistas de las dos décadas previas. Al visualizar los acontecimientos de 1969 desde una perspectiva histórica, es incuestionable que la conciencia centroamericanista tenía nive-les muy desiguales de arraigo al interior de las poblaciones de ambos países y que encontraba el terreno más propicio para su desarrollo en las capas educadas de la población y en las esferas oficiales. La guerra demostró la fragilidad del ideal unionista, confinado a ciertos grupos de las elites intelectuales y políticas, constatando que las mayorías populares, particularmente las hondureñas, no solamente no compartían los sofisticados idea-les abstractos del unionismo centroamericanista sino que eran particularmente receptivas a los discursos nacionalistas más excluyentes y agresivos. La rapidez con la que las imágenes del vecino fueron demonizadas y deshumanizadas como resultado de la difusión de feroces discursos nacionalistas a través de los medios de comunicación de masas es uno de los aspectos del conflicto que despiertan mayor asombro, evidenciando la super-ficialidad de la implantación del ideal unionista centroamericano en la conciencia popular.

El conflicto solucionó temporalmente la conflictividad prevaleciente en los sistemas políticos de los estados belige-rantes. En el caso salvadoreño sería más apropiado afirmar que la guerra contra Honduras solamente retardó un poco más las manifestaciones más graves de dicha conflictividad. La Guerra de las Cien Horas no solamente volvió al país sobre sí mismo sino que hizo salir a la superficie los problemas más profundos de la sociedad salvadoreña, colocando en la agenda política gubernamental el tema tabú de la necesidad de una reforma agraria y aumentando las presiones por la democratización de un sistema político poco competitivo.

La guerra de 1969 fue la consecuencia de la incapacidad de los gobernantes hondureños y salvadoreños para resolver los problemas sociales y económicos más urgentes de sus respec-tivas sociedades. La extraordinaria rigidez del sistema político salvadoreño y su férreo control por una cúpula militar aliada a una elite económica que no quería oír hablar de reformas impidieron una respuesta más flexible y serena a la provoca-ción hondureña. En Honduras, el predominio político de una alianza entre el Partido Nacional, dominado por poderosos intereses agrarios, y los comandantes de las fuerzas armadas conducidos por un general-presidente particularmente ines-crupuloso, hizo posible la puesta en marcha de una reforma agraria discriminatoria y sin indemnizaciones acompañada de una violenta campaña antisalvadoreña con expulsiones masi-vas. El giro sorpresivo de las políticas migratoria y agraria del gobierno hondureño y el descontento antintegracionista de una clase capitalista dramáticamente incapacitada para competir exitosamente con sus contrapartes regionales en un mercado protegido, se conjugaron para crear el escenario político que condujo a Honduras por el sendero de la confrontación violenta con su más importante socio comercial en la región.

La guerra contra Honduras marca el fin de una “Edad de Oro” caracterizada por el crecimiento económico, la moderniza-ción social y una democratización restringida, y el inicio de la década de gestación de la guerra civil. La inmediata posguerra presentó oportunidades de desactivar los más graves problemas sociales y políticos generadores de conflicto e inestabilidad política. La intransigencia de elites económicas radicalmente antirreformistas, la falta de vigor y de identidad propia del reformismo democrático salvadoreño, la ausencia histórica de tradiciones pactistas en el sistema de partidos políticos y la mutua desconfianza entre civiles y militares, fueron factores que contribuyeron a la pérdida de la oportunidad de corregir un curso de colisión de consecuencias impredecibles en aquel momento.

X. La guerra civil en El Salvador (1981-1992)

Ricardo Argueta

Entre los años 1981-1992, El Salvador vivió una etapa de su historia que no había experimentado nunca. Una guerra civil prolongada y sangrienta que dejó como resultado miles de muer-tos, el estancamiento del desarrollo económico, la destrucción de una buena parte de su infraestructura y la migración de miles de salvadoreños que abandonaron el país. El fin de la guerra llegó en enero de 1992 con la firma de los Acuerdos de Paz entre el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno salvadoreño, con lo que se refunda el Estado y se sientan las bases para un proceso de democratización. ¿Por qué ubicar el inicio de la guerra en 1981?, ¿quiénes fueron los actores principales en ese conflicto?, ¿por qué El Salvador se vio sometido a una guerra incruenta y fratricida?, y ¿cuál fue el desenvolvi-miento de la guerra? son algunas de las preguntas a las que se les intentará dar respuesta en este apartado. Hemos dividido el artículo en cuatro partes: en primer lugar, enumeramos las causas estructurales e inmediatas de la guerra; en segundo lugar, expli-camos el desenvolvimiento del conflicto militar; en tercer lugar, explicaremos el proceso de diálogo-negociación para finalizar la guerra y finalmente reseñaremos la firma de los Acuerdos de Paz entre el FMLN y el Gobierno de El Salvador.

Causas de la guerra civil

Una guerra civil es cualquier enfrentamiento bélico cuyos participantes no son en su mayoría fuerzas militares regulares, sino que están formadas u organizadas por personas generalmente de la población civil. En la guerra civil salvado-reña el enfrentamiento armado se llevó a cabo entre las fuer-zas guerrilleras del FMLN y la Fuerza Armada de El Salvador (FAES). El objetivo del FMLN era tomar el poder a través de la vía armada, sacar a los militares del control del gobierno e instaurar una sociedad de corte socialista; mientras la FAES tenía como objetivo conservar el estado de cosas existentes. Es decir, mantener el control del gobierno y proteger los intereses de los grupos económicamente más poderosos que por años se habían beneficiado económicamente a partir del control del aparato gubernamental.

Los análisis sobre lo sucedido entre 1981 y 1992 son diversos. Estos se pueden resumir en tres posiciones analíti-cas: la primera, sostenida por los gobiernos de la época, los intelectuales miembros de los grupos dominantes, los militares y el gobierno de los Estados Unidos; para ellos la guerra era resultado del éxito de hábiles agentes externos que pretendían imponer en El Salvador un gobierno comunista. Según esta postura los problemas en El Salvador no eran locales; sino cau-sados por Fidel Castro y la Unión Soviética quienes pretendían expandir el comunismo en Centroamérica. La segunda postura era sostenida por el FMLN, para quien la guerra era producto del descontento por la desigualdad social, la concentración de la riqueza en pocas manos y la dictadura militar que a lo largo del siglo XX había frustrado todo intento democratizador en el país. La tercera posición era concebida desde la academia, según los estudiosos, el conflicto militar era el resultado de la pérdida de legitimidad por quienes dirigían la sociedad salva-doreña, por su incapacidad para integrar políticamente a los sectores subordinados.

Las causas estructurales de la guerra pueden encontrarse por un lado, en la larga permanencia de un régimen político autoritario, la falta de un gobierno civil resultado de elecciones competitivas libres, un sistema legislativo representativo, falta de independencia del poder judicial, total irrespeto a los dere-chos humanos, ausencia de una prensa independiente o de un organismo electoral autónomo. Por décadas lo que prevaleció fue el ejercicio del poder arbitrario, la intolerancia frente a la oposición política, el uso de la fuerza ante las demandas de de-mocracia, los golpes de Estado, la persecución a los opositores políticos. En fin, un régimen autoritario militar que ascendió al poder en 1931 producto del golpe de Estado contra el presi-dente Arturo Araujo. Por otro lado, una estructura económica que profundizaba la inequidad. Por largos años El Salvador fue un país dependiente de la agroexportación principalmente de café, azúcar y algodón. La distribución equitativa de la riqueza producida por la economía agroexportadora nunca fue un tema discusión entre los grupos dominantes, a pesar del constante crecimiento económico que alcanzó el país, un 5.2 % entre los años sesenta y setenta. Junto a ese crecimiento marchó paralelo un empobrecimiento y un retraso de importantes segmentos de la población.

Si bien es cierto que el régimen político autoritario y el sistema económico inequitativo, rasgos de larga duración, pue-den ser considerados como causas estructurales del conflicto militar, no hay que dejar de lado las causas inmediatas, entre las que podemos mencionar: los fraudes electorales de la década de los setenta (1972 y 1977) y la represión contra el movimiento social y la oposición política. A principios de los años setenta, el debate dentro de la izquierda salvadoreña se centró en las ventajas de la vía electoral sobre la lucha armada. Pero al mismo tiempo que las elecciones fueron más y más fraudulentas, la lucha armada apareció a muchos necesaria y justificable.

El desenvolvimiento de la guerra civil

La mayoría de estudiosos de la guerra civil establecen su inicio en 1981. Sin embargo, hay que hacer notar que desde principio de los años setenta surgieron varias organizaciones armadas revolucionarias, tales como las Fuerzas Populares de Liberación (FPL, en 1971), el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP, en 1972) y a mediados de la década las Fuerzas Armadas de Resistencia Nacional (FARN, en 1975) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC en 1976) que ejecutaron acciones militares en contra de los cuerpos de seguridad, secuestros de prominentes empresarios y políticos y asaltos a bancos. Los fraudes electorales de 1972 y 1977 convencieron a estos grupos que no era posible llegar al poder por la vía electoral, ya que los militares no estaban dispuestos a entregar el gobierno a la oposición.

Ante el crecimiento de la protesta social y las acciones armadas de las organizaciones revolucionarias, el 15 de octubre de 1979 un grupo de oficiales llevó a cabo un golpe de Estado contra el presidente Gral. Carlos Humberto Romero (1977-1979) con el propósito de detener el proceso revolucionario. Los militares golpistas se comprometieron a ponerle paro a las violaciones a los derechos humanos y a la violencia política; también anunciaron la implementación de una reforma agraria, la nacionalización de la banca y el comercio exterior con el pro-pósito de redistribuir de manera equitativa la riqueza del país. A los pocos días del golpe se conformó una junta revolucionaria de gobierno integrada por dos militares y tres civiles, pero esta no fue capaz de controlar el espiral de violencia. En enero de 1980 la junta se desintegró al renunciar los miembros civiles. Una nueva junta se conformó esta vez producto de un pacto entre el Partido Demócrata Cristiano, hasta ese momento el principal partido de oposición y la FAES.

En octubre de 1980, las organizaciones políticos milita-res que actuaban cada uno por su cuenta decidieron constituirse en una sola organización el FMLN, estaría conformado por el ERP, las FPL, la FARN, el Partido Revolucionario de los Tra-bajadores Centroamericanos (PRTC) y las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) el brazo armado del Partido Comunista Salvadoreño que por años se había negado a participar en la lucha armada.

El 10 de enero de 1981 el recién fundado FMLN llevó a cabo una ofensiva militar denominada “Ofensiva Final” con la que pretendía insurreccionar a las masas, atacar los cuarteles y principales ciudades y la sublevación de los militares que apo-yaban un cambio político. La ofensiva duró aproximadamente diez días y aunque no logró el objetivo de insurreccionar a la población y tomar el poder por la vía armada, sí dejó claro que el FMLN era una fuerza político militar. En septiembre, fue re-conocido como fuerza beligerante por parte de México y Francia. El gobierno y la FAES se propusieron eliminar a la insurgencia, lo que dio lugar a una guerra a gran escala. La Fuerza Armada desarticuló las redes de apoyo urbano del FMLN por lo que este se replegó a las áreas rurales. Lanzó grandes operativos para aniquilar a la guerrilla; pero a pesar de la ventaja cuantitativa y logística de la FAES, por ejemplo el uso de helicópteros que le daban mayor movilidad a las tropas y los batallones de in-fantería de reacción inmediata entrenados en Estados Unidos, le fue imposible derrotar militarmente al FMLN. A mediados de 1981, El Salvador estaba en plena guerra, el FMLN había logrado controlar ciertas regiones del país especialmente en el oriente, el norte y la zona paracentral. Aunque después de la llamada “ofensiva final” había quedado en situación defensiva, poco a poco recuperó su capacidad de ofensiva más permanente.

La estrategia gubernamental y de los Estados Unidos consistía en impulsar los procesos electorales para restarle legi-timidad al FMLN. El 27 de marzo de 1982 se eligió una Asamblea Constituyente para que preparara una nueva constitución. El FMLN rechazó las elecciones por considerar que la maquinaria electoral estaba en manos de aquellas fuerzas que habían sido culpables de los fraudes electorales, por lo que incrementó sus acciones armadas a través de ataques militares a diferentes cuarteles, posiciones de avanzada de la FAES, sabotaje a la infraestructura económica, ocupaciones de poblados, etc. La derecha resultó ser la gran ganadora de la elección por lo que tomó el control de la Asamblea Constituyente. Eligió presidente provisional a Álvaro Magaña, un banquero con fuertes lazos con los militares. La Asamblea Constituyente frenó las reformas agraria y bancaria que había impulsado la Junta Revolucionaria de Gobierno instalada después del golpe de Estado de 1979.

A la altura de 1984 la guerra se había prolongado por cuatro años, pero no se visualizaba en el horizonte inmediato la posibilidad de triunfo militar para alguna de las partes en con-flicto. En las elecciones presidenciales de ese año se enfrentaron los candidatos de los dos partidos políticos más importantes, el Ing. José Napoleón Duarte del PDC y el mayor Roberto D´aubuisson de Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) un partido de derecha fundado en 1981. Duarte apoyado por los Estados Unidos resultó vencedor en segunda ronda con un 53.6 % de los votos válidos. El nuevo Presidente convocó a un diálogo con la dirigencia del FMLN. Sin embargo, a pesar de producirse varios encuentros entre representantes del gobierno y dirigentes de los alzados en armas no se logró un acuerdo ne-gociado al conflicto. La presidencia de Duarte finalizó en marzo de 1989 sin conseguir la finalización del conflicto.

Diálogo-negociación para finalizar la guerra civil

En junio de 1989 asumió la presidencia el candidato del partido ARENA, Alfredo Cristiani quien hizo un llamado al diá-logo con el FMLN. En septiembre es suscrito un acuerdo entre representantes del gobierno y el FMLN en el que se comprome-ten a reanudar el diálogo suspendido en 1987. Sin embargo el 3 de noviembre el FMLN suspende su participación en el diálogo iniciado en México. Días después lanza una ofensiva militar denominada “Al tope y punto” que alcanzó a las principales ciudades del país y puso en jaque al ejército. Aunque el llamado a la insurrección que hizo el FMLN no tuvo éxito quedó claro que no había posibilidades de una victoria militar de alguno de los bandos en pugna. En el marco de la ofensiva militar fueron asesinados seis sacerdotes jesuitas de la Universidad Centroame-ricana. Este hecho conmocionó a la opinión pública y terminó de desacreditar al ejército. Lo que se tradujo en una presión para que el gobierno asumiera la negociación seriamente.

En abril de 1990 se reiniciaron las pláticas de paz, con intermediación de la Organización de la Naciones Unidas (ONU). En diciembre de ese año el FMLN lleva a cabo otra ofensiva militar en la que se derribaron los primeros aviones con misiles tierra-aire. El año 1991, las acciones armadas dis-minuyeron mientras la negociación avanzaba favorablemente. El 27 de abril se firmó el acuerdo de ciudad de México donde se dieron por finalizadas las negociaciones en lo que respectaba a tenencia de tierras y se incluyeron reformas constitucionales de orden judicial, militar, electoral y de derechos humanos. A finales de diciembre se estableció la fecha para la firma de los Acuerdos de Paz. El 16 de enero de 1992 se firmó en el castillo de Chapultepec (México) el texto completo de los Acuerdos, con lo que se ponía fin a la guerra que consumió las energías salvadoreñas a lo largo de la década de los ochenta.

XI. Los Acuerdos de Paz: ¿refundación de la República?

Rafael Guido Véjar

Sobre la refundación de la República

Los Acuerdos de Paz firmados en enero de 1992 fueron un pacto entre el Gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN. El documento com-prometió al Estado a realizar cambios institucionales estraté-gicos que serían una alternativa al ordenamiento político que, aunque ya agotado, habían provocado este conflicto armado. Veinte años más tarde, ¿puede determinarse si los pactos sen-taron las bases para la refundación de la república salvadoreña?

Transcurridos 11 años de la firma de estos Acuerdos, el Secretario General de las Naciones Unidas anunció el 20 de diciembre de 2002 que la función de verificación de este organismo en El Salvador había llegado a su fin. Planteó que los 4 objetivos principales pactados por el gobierno y el FMLN –“el fin de la guerra, el pleno respeto a los derechos humanos, la democratización y la reconciliación– se habían logrado o estaban bien encaminados”. “El Salvador de 2002 es un país transformado”, decía al afirmar que el FMLN se había integrado en forma completa a la institucionalidad política nacional, que las Fuerzas Armadas se habían reformado y retirado de la vida

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política y que la impunidad ya no era la norma de las institu-ciones del estado.

Pero también reconocía que El Salvador se integraba a la vida nacional, regional y hemisférica, “con instituciones aún frágiles, una cultura política endeble y amplias desigualdades socio-económicas”, tal como sostuvo el Informe sobre Desarro-llo Humano de 2005. La polarización, la dificultad para alcanzar nuevos acuerdos políticos y la reducida participación ciudadana en la vida política y en los partidos, eran otros aspectos defici-tarios del proceso en ese momento.

En la actualidad, el cumplimiento del vigésimo aniversa-rio de los Acuerdos de Paz se dará en un entorno de opiniones encontradas. Para unos, no merecería ser celebrado porque sus logros se estancaron o retrocedieron sin variar las condiciones socioeconómicas que generaron el conflicto armado; para otros debe ser festejado por todos porque su éxito e impacto ha sido casi total y de carácter integral en la actual institucionalidad de la sociedad y del orden político. Entre estos extremos muchas opiniones son muy amigables con los acuerdos y los evalúan con magnanimidad, acercándose a cualquiera de los polos depen-diendo del aspecto que analizan. Todos, no obstante, reconocen la significación histórica del evento.

En efecto, la evaluación de la refundación es una tarea aún muy difícil ya que es un período vital en el que muchos actores –los analistas, historiadores e intérpretes incluso– to-davía están siendo afectados, influenciados, por consecuencias de las decisiones de ese momento o por las formas en que se implementaron e implementan las mismas. Desde la perspec-tiva de la formación de las nuevas instituciones y estructuras, también es atinente preguntarse si veinte años son suficientes para captar si las instituciones que se querían eliminar han sido sustituidas en realidad, si la nuevas son irreversibles, si se consolidan –y cuáles han sido sus formas de consolidación–, o si solo han logrado “cambiar para no cambiar”.

Hay mucho que discutir, pero algo es real, nuestra rea-lidad actual fue moldeada –en gran manera– por los aconte-cimientos que se desataron o amarraron a inicios de la última década del siglo XX, con los Acuerdos de Paz. La sociedad salvadoreña había llegado a un momento conflictivo de cam-bios, empantanados en un trágico equilibrio de las armas, y los Acuerdos aceleraron la posibilidad de muchos de ellos. A propósito, recordando al historiador británico Eric Hobsbwan, nuestro siglo XXI quizás sea de los “largo” pues se inició en la última década del XX en que terminó “una época de la historia del mundo” y que en El Salvador tuvo lugar el final del último conflicto de la “guerra fría” y el primer proceso de paz en una nueva fase de la globalización.

La guerra y la paz han sido manifestaciones irrebatibles que nuestra sociedad, nuestra economía, nuestra institucio-nalidad política, nuestro Estado, nuestra vida social y nuestra cultura requieren de cambios consistentes, profundos, apoyados por todos, para abrir y fortalecer la vida pública y sus institucio-nes; es decir para construir una república fraterna, equitativa, democrática, incluyente y generosa. Es el llamado de atención que requerimos bases éticas para erradicar la violencia, garan-tizar la justicia y hacer vigentes, exigibles, los derechos sociales.

¿Cuánto hemos avanzado en la acción creadora de esta nueva república que, al menos desde hace dos décadas de paz, inició su refundación? ¿Qué debemos reformular, qué debemos acelerar, qué nuevos elementos debemos incluir? ¿Cómo debe-mos discutir estos aspectos? A continuación se hace un breve recuento de las acciones que llevaron a realizar los Acuerdos de Paz en El Salvador y a iniciar nuevas rutas de búsqueda de cómo refundar la república que todavía se debate entre lo posible y lo deseado.

Situación socioeconómica y política previa a la guerra en El Salvador

Previo a la guerra civil de la década de 1980, la sociedad y el estado salvadoreño habían adquirido, desde inicios del siglo XX, características excluyentes, autoritarias y represivas. Los derechos humanos, los proyectos sociales y la democracia no tenían existencia real y siempre fueron reivindicaciones presen-tes en todas las protestas populares. Cambiar las instituciones, las relaciones entre los grupos sociales que habían permitido esta injusta estructuración social, es decir cambiar cómo se había configurado y mantenía sin alteración la república (“la cosa pública”), el estado, las formas de gobierno y manejo de la economía, de las leyes, de cómo se seleccionan y cambian autoridades y funcionarios públicos, de cómo participan los ciudadanos, de cómo se reconocen sus derechos, durante ese medio siglo era la exigencia y la fuerza para establecer mejores normas de convivencia, más equitativas, incluyentes, participa-tivas y democráticas. Después de agotar el uso de las difíciles vías electorales de entonces, incluso del uso del golpe de estado, el de 1979, de las de movilizaciones pacíficas de masas, presio-nes sindicales y gremiales, la guerra civil se desata en forma inevitable y dura doce largos años (1980-1992).

Hacia los Acuerdos de Paz

Con la guerra de la década de 1980, las iniciativas de paz, nacionales e internacionales, tuvieron diferencias de pocos años en su surgimiento; en realidad el FMLN abrió la vía del diálogo desde 1981. Solo cuatro años después de iniciada la guerra, el gobierno demócrata cristiano aceptó iniciar reuniones para la pacificación del país, abriendo una primera fase de negociación en la cual no hubo resultados firmes de negociación.

Fase de inicio de diálogo: 1984 – 1989

Esta fase tuvo una duración de 5 años, aunque sin pro-ductos concretos. Hubo gran cantidad de reuniones públicas y privadas entre el gobierno y la guerrilla en las que se intercam-biaron diversas propuestas que no lograron llevar a una real negociación. En este período, también surgió una movilización social (gremial/sindical), cercana al partido oficial demócrata-cristiano, para apoyar la negociación de la paz.

A nivel internacional, aparece el Grupo Contadora (1983), formado por México, Panamá, Colombia y Venezuela, que impulsaron salidas negociadas para Nicaragua y El Salvador. Dos años después, Brasil, Perú, Argentina y Uruguay forman el “Grupo de Apoyo” a Contadora. Además de mucha actividad internacional, hubo amplios estudios para preparar propues-tas que se llevaron a numerosas reuniones entre los gobiernos centroamericanos y los grupos alzados en armas, aunque sin resultados efectivos. Costa Rica propone el acuerdo Esquipulas

II (1987), conteniendo estrategias para eliminar obstáculos a la negociación de los países con conflictos, que logra el apoyo de todos los presidentes centroamericanos.

Fase negociadora: 1990-1992

La segunda fase es prácticamente el fin del conflicto a partir de la aceptación de las partes de la intervención de la Or-ganización de las Naciones Unidas (ONU) en las negociaciones a las cuales se presentaron propuestas muy concretas que, una vez acordadas, contaron con el seguimiento y verificación de las Naciones Unidas.

El primer paso, dado el 15 de septiembre de 1989, con-sistió en el anuncio, en forma conjunta, del gobierno (ARENA estaba conduciéndolo ya en este momento) y del FMLN, del inicio del proceso de diálogo para terminar con la guerra, para lo cual se había invitado al Secretario General de la ONU. Entre diciembre de 1989 y enero de 1990, ambos actores en forma individual hicieron la invitación a Javier Pérez de Cuellar, Se-cretario General de la ONU. Esta organización nombró como delegado representante del Secretario General en el proceso de negociación a Álvaro de Soto.

En el año 90, la negociación avanzó en la definición de sus objetivos, la agenda de acuerdos previos a la finalización del conflicto y de la firma de la paz, y la discusión sobre derechos humanos. Como había sucedido en la primera fase de discusio-nes con el gobierno de Duarte, el tema de la Fuerza Armada fue un impasse prolongado.

Es indudable, la política fue el espacio que se privilegió en las discusiones de los Acuerdos de Paz, aunque otros temas, como los socioeconómicos y legales estuvieron presentes. La Agenda de la paz fue definida desde la perspectiva de una re-forma política que posteriormente permitiera la reformulación en otros campos de acción. Otra característica que signó a los acuerdos es la fuerte presencia de la comunidad internacional, anticipando lo que sería la globalización en la resolución de los actuales problemas.

Es importante enfatizar que las bases de la refundación de la república a partir de los Acuerdos están ligadas a procesos y resultados a la institucionalización política en el ámbito de la democratización y que fueron integradas a la Constitución. En forma muy resumida los logros fueron:

1. Exitoso e irreversible proceso de separación de fuerzas enfrentadas y cese al fuego, sin mayores contratiempos ni rupturas.

2. Desmilitarización del Estado y de las instancias políticas que significaron un cambio institucional de la Fuerza Armada: subordinación del poder militar a las au-toridades civiles constitucionalmente elegidas y salida de los militares del sistema político y de la conducción política del Estado. Otros aspectos importantes fueron:

• La reforma doctrinaria y del sistema educativo de la Fuerza Armada; • La reducción en el número de efectivos y presupuesto militar; • La reorganización de los servicios de inteligencia del Estado y reforma del servicio militar; • La separación de la función e institucionalidad respon-sable de la defensa nacional y de la seguridad pública; • La disolución de los anteriores cuerpos de seguridad y la creación de una nueva Policía Nacional Civil y una institución formativa de la misma, la Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP).

3. La nueva institucionalidad para la democracia electoral como único medio legítimo de acceso al poder del Estado. • La creación del nuevo Tribunal Supremo Electoral y el nuevo Código Electoral con nuevas reglas básicas que permitieran elecciones libres, limpias y competitivas. • Reconversión de la guerrilla como partido político que amplió el espacio de la competencia política.

4. La creación de condiciones para la vigencia del Estado de Derecho: • Creación de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, • Mejoría en el respeto a los derechos humanos en general, y a los derechos civiles y políticos en particular;

• Así como múltiples medidas orientadas al fortaleci-miento de la autonomía de los órganos del Estado y la profundización de la reforma judicial. • Creación de una institución protectora del consumidor (hoy Defensoría del Consumidor)

5. Reformas y la creación de nuevas instituciones, que han configurado el nuevo sistema político de posguerra: medidas legislativas para garantizar a los excombatientes del FMLN el pleno ejercicio de sus derechos civiles y polí-ticos, y programas de reincorporación, dentro de un marco de plena legalidad, a la vida civil, política e institucional del país.

Déficit de los Acuerdos de Paz

Es importante señalar que a veinte años de los Acuerdos de Paz, la percepción ciudadana señala, al menos, 5 desafíos principales que debe enfrentar el país para continuar el proceso efectivo de refundación de la república:

1. En el espacio de la reforma política y la democracia

• Los partidos políticos no han realizado transformación interna en sus estructuras legales, formas de operar y gestión política de las mayores cuotas de poder y funciones asignadas, teniendo como resultado:

o UNA CRISIS DE REPRESENTACIÓN: o Desvinculación con ciudadanía y niveles bajos de democracia interna o Formas de acción arbitrarias y mayor poder de los dirigentes

• Tribunal Supremo Electoral limitado por integración partidaria a actuar con equidad y objetividad institucional.

TAREAS INMEDIATAS:

• Avanzar en la reforma política democrática; La despartidización del TSE;

• Separación de la función administrativa y jurisdiccional en el organismo electoral;

• Reorganizar las circunscripciones electorales para mejorar sistema de representación;

• Introducción de la pluralidad en los gobiernos locales;

• Voto residencial y voto en el exterior;

• Discusión sobre nuevas figuras participativas como el referéndum y el plebiscito

• Promulgar una LEY DE PARTIDOS que regule formas de operar internas y externas, cuotas representativas de género en sus cargos, financiamiento estatal y privado.

2. Funcionamiento de la República y de los sistemas de partidos

• Recrudecimiento en la polarización y confrontación política entre los dos principales partidos • reduce la capacidad de diálogo y entendimiento entre

los dos partidos mayoritarios y administrar sus diferencias y construir acuerdos

• limitado la capacidad de construir acuerdos entre los distintos partidos, y entre éstos y el Órgano Ejecutivo y Legislativo • proceso de aprobación de leyes en el Órgano Legislativo con poca discusión y sin la apertura para escuchar a distintos sectores de la sociedad • Las limitaciones propias de los mecanismos y espacios existentes, que no permiten el involucramiento de la ciudadanía o de organizaciones de la sociedad civil en la discusión de las políticas públicas

3. El abordaje de la temática económicasocial

• Para profundizar el proceso democrático, es preciso abordar la tensión existente en el posconflicto entre una lógica de inclusión política, acompañada de una lógica de exclusión socio-económica

• Esta valoración coexiste con importantes niveles de insatisfacción acerca del funcionamiento de la democracia • Se alcanzó la paz y se ha avanzado en el proceso de construcción de la democracia en el país, pero esto no se ha traducido en mejorías en la situación económica para algunos sectores de la población, o al menos no en relación con las expectativas que habrían tenido

• Una reconcentración del poder económico, es decir un proceso de restricción de los espacios de participación de la riqueza económica • Es necesario que la nueva institucionalidad aborde esta temática y procese las distintas demandas sociales y económicas de la población, así como la necesidad de impulsar mecanismos de concertación en el área económico-social

4. Reducir la inseguridad, la de-lincuencia y la violencia

• En el período del posconflicto comienza a desarrollarse una preocupación ciudadana por la delincuencia y la inseguridad

• Se ha privilegiado un enfoque represivo, en detrimento de los aspectos preventivos y de readaptación

• Tensión entre la exigencia de mejorar la seguridad y la necesidad de garantizar los derechos de los ciudadanos

• Una mejor coordinación y una labor integrada entre los distintos operadores del sistema de seguridad y justicia, así como el fortalecimiento de la investigación científica del delito

5. Fortalecimiento del sistema judicial

• Un fortalecimiento del Órgano Judicial y de las instituciones que conforman el Ministerio Público

• Promover reformas a la organización y funciona-miento del Órgano Judicial

• Como abordar el tema de la relación entre la CSJ y el CNJ

Conclusión

Los déficits tienen diferentes procedencias, por un lado del carácter incompleto de los Acuerdos de Paz, al no considerar los aspectos socio- económicos y los del ámbito legal que hacen difícil una visión y una acción más integrada y de conjunto. No obstante, los acuerdos en el campo político permiten visualizar nuevas rutas para la refundación de una república más efectiva. El otro origen proviene de la forma en que fue constituyéndose la institucionalidad para consolidar y dar continuidad a los acuerdos en los que pueden notarse limitaciones de carácter conceptual y de implementación o de poca profundidad para prever las complejidades de la acción social y política. Por otra parte, la cultura política anterior deja sentir sus recursos inerciales que en forma imperceptible también impone su relativa continuidad.

Así, La refundación de la república de El Salvador es un proceso abierto con veinte años de haberse iniciado; tiene avances muy significativos en la desmilitarización del Estado y la preeminencia del poder civil, incluso se hace necesario reflexionar como evitar que en los sistemas civiles se realicen prácticas que excluyan la representación ciudadana y se pro-picie el elitismo no -democrático. La refundación tiene aún un largo camino pero hay avances consistentes que prometen, si hay participación ciudadana un mejor futuro para la sociedad salvadoreña.

XII. Las reformas neoliberales: un balance crítico

William Pleitez

Durante la segunda mitad de los años ochenta, en medio de la mayor crisis experimentada por el país el siglo pasado, la Fundación Salvadoreña para el Desarrollo Económico y Social (FUSADES) comenzó a plantear que el pobre desem-peño que para entonces registraba la economía no se debía exclusivamente a adversidades relacionadas con el entorno (i.e. conflicto armado, sequías, inundaciones, terremoto). A su juicio, la crisis económica también había puesto de manifiesto el agotamiento del modelo de desarrollo seguido por el país desde los años cincuenta, basado en la exportación de unos cuantos productos agropecuarios y en la industrialización por sustitución de importaciones dentro del marco del Mercado Común Centroamericano.

En congruencia con su diagnóstico, FUSADES planteó la necesidad de establecer un nuevo modelo económico que tendría como objetivo general “Alcanzar a largo plazo un creci-miento sostenido de la economía y elevados niveles de empleo, con base en la diversificación y aumento de la producción exportable, mediante el uso intensivo de la mano de obra”.

Por su parte, los objetivos específicos del modelo serían los siguientes: a) aprovechar al máximo y de manera creativa la mano de obra del país; b) lograr un crecimiento sostenido de las exportaciones de bienes agrícolas e industriales y con-vertirlas en determinantes de la dinámica del PIB; c) mejorar la distribución funcional del ingreso, entendida como un in-cremento de la participación correspondiente a la retribución al factor trabajo dentro del PIB; y d) establecer una estructura económica más eficiente, diversificada y competitiva.

El modelo diseñado en por FUSADES y que comenzó a implementarse a partir de 1989, coincidía básicamente con los planteamientos del denominado Consenso de Washington, que promovía el siguiente decálogo de políticas económicas:

i) disciplina fiscal; ii) gasto público enfocado en necesidades sociales; iii) reforma tributaria orientada más a la ampliación de la base de recaudación que al incremento y la progresividad de los impuestos; iv) tasas de interés positivas determinadas por el mercado; v) liberalización comercial y promoción del sector exportador; vi) tipo de cambio competitivo y fijado por el mercado; vii) inversión extranjera sin obstáculos ni requisitos; viii) empresas estatales privatizadas; ix) actividad económica con amplia desregulación; x) derechos de propie-dad con garantías reforzadas.

Durante sus primeros años, que coincidieron con la firma e implementación de los Acuerdos de Paz y con un rápido repunte de las migraciones y las remesas, el modelo parecía muy exitoso. En la década de los noventa, por ejem-plo, la economía creció a una tasa promedio anual de 4.5 % (2.4 % más que el crecimiento poblacional). La inflación, por su parte, se redujo de un valor promedio anual de 24.7 % en los años ochenta a menos de 3 % a finales de la década siguiente. En el sector externo, las exportaciones totales se triplicaron en los años noventa, principalmente como consecuencia del fuerte incremento de las exportaciones de maquila y de las que se hicieron al Mercado Común Cen-troamericano. En esos años, las importaciones estuvieron creciendo a un ritmo menor que las exportaciones, pero en valores absolutos mayores, provocando una ampliación de la brecha comercial. Esta situación, sin embargo, no ge-neraba mayores dificultades, debido al fuerte incremento de las remesas familiares, las cuales pasaron de US$ 322 millones en 1990 (5.9 % del PIB) a US$ 1,750 millones en 2000 (13.2 % del PIB).

Sin embargo, la hacer un balance entre los resultados esperados y los resultados obtenidos después de más de 20 años de iniciada su implementación, podría concluirse que este modelo económico no logró sus objetivos fundamentales.

La tasa de subutilización laboral (subempleo más des-empleo), que se redujo en más de 20 puntos porcentuales du-rante el primer quinquenio de los noventa, volvió a aumentar en más de diez puntos en los últimos años. Esto pese a que durante las últimas dos décadas más de 60,000 personas en términos netos han emigrado anualmente, sobre todo a los Estados Unidos, en busca de mejores oportunidades. De hecho, se estima que de cada tres personas salvadoreñas que se han empleado, dos han encontrado empleo en el exterior.

De igual manera, entre 1989 y 2009, los salarios míni-mos reales disminuyeron en más de 10 % para los trabajadores del comercio y la industria y en más de 20 % para los trabaja-dores agropecuarios. Por otra parte, los salarios medios reales se han mantenido prácticamente estancados en las últimas dos décadas. Esto a pesar de que el producto medio real por trabajador aumentó casi un 40 % en el mismo período, lo cual indica que lo ganado en productividad media no se tradujo en un incremento del salario promedio.

Los resultados del modelo tampoco fueron satisfacto-rios en términos de crecimiento económico, productividad y desempeño del sector exportador.

Entre 1990 y 1995, El Salvador creció a una tasa pro-medio anual de 5.9 %, la cuarta más alta entre los países de América Latina. De 1995 a 1999, sin embargo, la tasa de cre-cimiento se redujo a 3.9 % y luego a 2.8 % entre 2000 y 2008, colocando al país entre los tres que menos crece en la región. Por otra parte, al desagregar el crecimiento económico por sus factores determinantes, la productividad total de los factores de producción (PTF) que creció a una tasa promedio anual de 1.3 % en la década de los noventa, volvió a registrar un valor negativo durante la primera década de este siglo.

Pese a estar fundamentado en una fuerte apuesta por la apertura comercial, el modelo tampoco ha podido es-tructurar un sector externo capaz de liderar un crecimiento robusto y sostenido de la economía. Prueba de ello es que el peso relativo de las exportaciones en el PIB, incluyendo el valor agregado derivado de la industria de maquila, se ha mantenido inalterado en un valor entre el 12 % y 14 % del PIB durante los últimos 20 años. La estructura de las expor-taciones ciertamente ha experimentado tres modificaciones importantes entre 1990 y 2010: una drástica reducción del peso relativo de las exportaciones tradicionales (café, algo-dón, azúcar y camarón), las cuales pasaron de representar el 6.2 % del PIB el primer año, a 1.5 % el último; un importante aumento de las exportaciones no tradicionales, que pasaron de representar el 5.9 % del PIB al 9.4 % a lo largo del perío-do; y un destacado crecimiento de las exportaciones netas de maquila, las cuales pasaron de 0.3 % del PIB en 1990 a 3.2 % en 2010.

Por otra parte, contrariamente a lo esperado, la relación importaciones/PIB no ha cesado de aumentar, pasando de 27.7 % en 1990 a casi 50 % del PIB en 2010. Los pocos años en que esta relación ha experimentado reducciones, generalmente corresponden a fuertes desaceleraciones en el crecimiento de la economía, a una contracción (como ocurrió en el 2009), o a reducciones en los precios del petróleo. Ha aumentado, además, el peso de las importaciones de bienes de consumo, las cuales pasaron de representar el 25 % del total en 1991, al 35 % en el 2010.

En congruencia con el comportamiento de las exporta-ciones y las importaciones, la brecha comercial ha aumentado en vez de disminuir, pasando de representar el 13.8 % del PIB en 1990 a más de 20 % del PIB en los últimos años.

No obstante estos resultados, hasta antes del estallido de la crisis iniciada en 2008, en algunos círculos políticos, académicos y empresariales del país continuaba habiendo una fuerte resistencia a aceptar que el modelo no había logrado los objetivos perseguidos y, más aún, a considerar la posibilidad de cambiarlo. Y es que, aun con bajas tasas de crecimiento, como las migraciones y las remesas seguían aumentando, el modelo parecía funcionar porque la presión por generar empleos era baja, se mantenía la capacidad de importar, a la vez que los ingresos y el consumo nacional aumentaban a tasas similares al resto de países de América Latina. Por otra parte, el país presentaba signos aparentes de fortalecimiento en su estabi-lidad macroeconómica: bajos niveles de inflación, ausencia de crisis financieras y cambiarias, aumentos en la carga tributaria y niveles de deuda pública manejables. Además, mejoraba el acceso a servicios sociales básicos, así como los indicadores de salud y educación y se reducían los niveles de pobreza, colocando al país en una posición favorable para cumplir la mayoría de objetivos de desarrollo del milenio.

Sin embargo, al comenzar a decrecer las remesas desde finales de 2008 y hacerse más difícil la migración, luego del estallido de la crisis económica internacional, las limitaciones del modelo se han hecho evidentes. En 2009 se produjo un decrecimiento del 3.5 % del PIB, una caída de las exportaciones y las remesas de 17 % y 9 % respectivamente, la pérdida de más de 30,000 empleos en el sector formal, así como el incremento del déficit fiscal y de la deuda pública. El deterioro de la situa-ción fiscal, junto al acelerado crecimiento de la deuda pública, además de provocar la pérdida de la calificación de grado de inversión con que contaba el país, le obligaron a negociar un acuerdo de stand-by con el FMI.

En 2010, la tasa de crecimiento fue de 1.4 % y las varia-bles macroeconómicas más importantes (remesas, ingresos fiscales, exportaciones, crédito privado e inversión extranjera directa) todavía no habían alcanzado el nivel que tenían antes de la crisis. Por otra parte, las proyecciones indican que du-rante 2011 y 2012 El Salvador crecerá a tasas anuales de entre 2 % y 2.5 %, siempre muy por debajo del promedio de 4.3 % estimado para América Latina.

Como consecuencia de la crisis de precios de los ali-mentos, el porcentaje de personas pobres aumentó de 36.8 % en 2006 a 46.4 % en 2008. Para 2009 la tasa de pobreza se redujo a 43.5 %, pero a raíz del nuevo repunte en el precio de los alimentos, en medio de la recesión interna, se estima que la tasa de pobreza podría aumentar hasta niveles cercanos a 50 % en 2011.

La necesidad de cambiar el modelo, por lo tanto, se ha vuelto impostergable.

XIII. La cultura salvadoreña en el siglo XX

Luis Alvarenga

Una introducción

Definamos cultura como el conjunto de signos, rela-ciones, producciones y hechos humanos que constituyen un sentido de identidad o de identidades y, por lo tanto, permiten también diferenciar un colectivo humano de otro (por ejemplo, los habitantes de un país o de una zona geográfica dentro de ese país, pero también diferentes grupos sociales, definidos por aspectos religiosos, políticos, étnicos, etc.) . Así, por ejemplo, se puede hablar de cultura salvadoreña en contraste con la de otros países, o se puede hablar también de culturas juveniles para diferenciarlas de las de otros grupos de edad. La cultura está ligada a expresar lo que elegimos ser. Desde las costumbres alimenticias, la forma de vestir o de hablar, las obras artísticas pero también la forma de relacionarnos unas personas con otras, todo ese amplio repertorio de cosas expresa nuestras identidades.

Suele reducirse la cultura al arte. Y con mucha razón: La cultura se expresa en las obras artísticas, pero no debe confundirse cultura con arte, o, peor aún, con bellas artes, porque esta definición deja de lado otras formas de expresión cultural que involucran a los medios de comunicación masivos y a las expresiones artísticas populares. Reducir al definición de cultura a las llamadas bellas artes (el teatro, la pintura, por ejemplo), tiene el peligro de ver como “incultas” otras mani-festaciones, sobre todo, las de la cultura popular, sean estas tradiciones (por ejemplo, las fiestas patronales o las cofradías), expresiones artísticas (géneros musicales como las rancheras y el reguetón) o bien, sean estas productos de los medios de comunicación masivos (las telenovelas, los dibujos animados o los vídeo clips).

La cultura es un ámbito fundamental de la vida huma-na. Es tan fundamental como la economía, las enfermedades y la muerte. De hecho, la cultura también tiene que ver con la economía (por ejemplo, las formas de relacionarse para cerrar una compra-venta), las enfermedades (los hospitales, la for-ma de atender a los enfermos, la medicina y aún la forma de entender qué es enfermedad y qué no son diferentes entre la cultura occidental y las culturas no occidentales) y la muerte (los rituales que acompañan a la muerte, las formas de expre-sar el dolor por la pérdida e, incluso, la forma de entender la muerte, si como el fin absoluto de la vida o el inicio de una nueva etapa, etc.), todos estos elementos se comprenden a la luz de una cultura determinada.

Tratándose de un ámbito fundamental de la realidad humana, podemos decir que la cultura atraviesa todas las relaciones humanas, incluyendo los ámbitos de la política, la economía, la historia, la religión, entre otros. Lo anterior sirve para definir el punto de vista desde el cual interpretaremos la cultura del siglo XX en El Salvador. Nuestro enfoque no es es-teticista, aunque en algún momento se haga referencia al arte, sino político. La cultura es política, en el sentido amplio del término. Está vertida al ámbito de lo público, de las colectivi-dades y también en el ámbito del poder, que son características de la política. Los valores que transmite una cultura dicen mucho de cómo las personas de una sociedad se relacionan, ya sea para satisfacer sus necesidades materiales, para reconocer o negar el reconocimiento de la calidad humana de las otras personas o para plantearse lo que esperan de sus vidas. Y como todos estos elementos pasan por el espacio público, por ello decimos que son políticos. Y por esta razón, la cultura es un hecho político, aunque no esté relacionado necesariamente con el Estado o con los partidos políticos. Este es el punto de vista del que partiremos.

Las artes

Dijimos que no pretendemos reducir la cultura al arte, pero esto no quiere decir que haya que descartarlas. Dada la concisión que nos impone este trabajo, debemos conformarnos con presentar una breve noticia de algunos hitos importantes en la historia del arte salvadoreño del siglo XX.

En términos generales podríamos afirmar que no se puede hablar de una “tradición artística” salvadoreña, si enten-demos por esta un esfuerzo continuado por conocer, estudiar y criticar las obras artísticas del pasado, llevando con ello a un tra-bajo de formación de nuevas generaciones (en el sentido estric-tamente cronológico del término) de productores artísticos. A esto obedece la irregularidad en los esfuerzos gubernamentales encaminados a crear una institucionalidad cultural. De hecho, las instituciones culturales del Estado encaminadas a trabajar en los diferentes campos artísticos surgen con el régimen de Óscar Osorio, a partir de 1948, es decir, casi entrado el siglo

XX. El aparecimiento de esta institucionalidad se da en el con-texto de un proyecto modernizador autoritario del Estado que encabeza el entonces presidente Osorio y que en buena medida, como lo afirman los estudiosos del período, esta inspirado en el modelo de Estado construido por el Partido Revolucionario

Institucional (PRI) de México. Es en este contexto que se fun-dan instituciones como la Dirección General de Bellas Artes, la

Escuela Nacional de Artes Gráficas, el Departamento Editorial del Ministerio de Educación (que más tarde pasará a llamarse Dirección de Publicaciones y posteriormente mutará a Dirección de Publicaciones e Impresos), la Sala Nacional de Exposiciones

(que actualmente tiene el nombre de Salarrué, por haber sido este su primer director). También se crearon revistas como Ars, Cultura, Guión literario, Cultura en Cuzcatlán, entre otras.

Lo que puede apreciarse es que si hay alguna continuidad de esfuerzos en el campo artístico, si en buena medida podemos observar una tradición artística, traducida en productos artísti-cos históricamente relevantes, ello se debe, en buena medida, a los esfuerzos individuales de los creadores. No quiere decir esto que la labor del Estado haya sido insignificante a lo largo del siglo XX. De hecho, las instituciones culturales y las políticas de difusión de las creaciones artísticas han sido claves y en ella han tomado parte destacados creadores, como Salarrué, Hugo Lindo, Claudia Lars y otros más. Pero se han visto sometidas a los intereses políticos de la conducción general del Estado. Esta relación resulta lógica y puede ser beneficiosa o perniciosa, según concurran diferentes factores. En el caso salvadoreño, esto ha significado una carencia sistemática de una política cultural de largo plazo, de tal suerte que tanto los funcionarios y, más grave aún, las concepciones y los planes de las institucio-nes culturales, han cambiado con cada mudanza de gobierno. Máxime en períodos como el de 1940-1961, donde hubo varios golpes de Estado, Juntas de gobierno, gobiernos provisionales, etc. Ya ni se diga en el período de la guerra. Una de las revistas más antiguas del país, Cultura, que gozó de gran continuidad desde su primera aparición en 1955, saliendo publicada cuatro veces al año e incluso con ediciones extraordinarias, durante la guerra apenas alcanzó una docena de ediciones.

Otras instituciones que han incidido con políticas cultu-rales en la promoción de las artes han sido las universidades. La Universidad de El Salvador, fundada en 1841, experimentó a mediados del siglo XX un movimiento interesante. Enca-bezada por su rector Fabio Castillo y por un movimiento de estudiantes e intelectuales que buscaron “ponerla al servicio del pueblo”, reformaron la institución y crearon una política de proyección social sin precedentes, en la que cobró auge la Editorial Universitaria, responsable de publicaciones acadé-micas, científicas y literarias de relieve continental, así como su elenco de teatro, dirigido por el teatrista español Edmundo Barbero, y sus diferentes escuelas y elencos artísticos. Pero esta época tan brillante se vio eclipsada por las ocupaciones militares, en las cuales fueron exiliados, presos o asesinados muchos de sus estudiantes, docentes y trabajadores. También su patrimonio científico y cultural tangible fue objeto de pillaje por parte de los militares.

La Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, fundada por los jesuitas en 1965, también se convirtió en un actor cultural importante. Un veterano de la Editorial Universi-taria, el poeta Ítalo López Vallecillos, fue llamado por el rector Ignacio Ellacuría para darle forma a la Editorial Universitaria de la UCA. La revista Estudios Centroamericanos, conocida por sus siglas ECA, fundada en los años 40, se convirtió en los 80, gracias a la visión de Ellacuría, en un referente obligado para conocer la situación salvadoreña desde una perspectiva acadé-mica multidisciplinaria. También los diferentes departamentos académicos crearon revistas. El Departamento de Letras sacó a la luz la revista Abra, entre 1974 y 1979. La circulación de la revista se interrumpió con la desaparición forzada de algunos de los integrantes de su cuerpo de redacción, como el profesor guatemalteco Leonel Menéndez Quiroa y con la violencia de los inicios de la guerra. A Abra le sucedió en 1982 Taller de Letras, esfuerzo en el que estuvieron involucrados, entre otros, Francisco Andrés Escobar y Rafael Rodríguez Díaz. Taller de Letras desapareció en 1992.

Como se ve, no podemos hablar de una continuidad en la política y las proyecciones de las instituciones relacionadas con la cultura, pues esta continuidad ha sido muy precaria. Como es lógico, las instituciones no son ajenas a los procesos históricos. Y ha sido norma que las instituciones culturales son la cenicienta del cuento, cuando sobrevienen crisis económicas, políticas o de otro tipo.

Literatura

En literatura, el siglo XX ha tenido muchas expresiones sobresalientes. De la primera mitad del siglo XX podemos señalar a una pléyade de grandes poetas líricos, como Hugo Lindo, Raúl Contreras, Claudia Lars, Carlos Bustamante, por citar algunos nombres. Esta pléyade tiene un gran antecesor, la piedra fundamental de la literatura del siglo XIX: Francisco Gavidia.

A principios del siglo XX, en el contexto previo a 1932, tenemos al ensayista Alberto Masferrer, cuya obra es y seguirá siendo objeto de debate. Los narradores más destacados de la primera mitad del XX son José María Peralta Lagos y Salarrué.

Las luchas políticas contra la dictadura de Martínez en los años 40 trajeron consigo una expresión literaria e intelec-tual notable. Se destacan dos creadores en esta época: El poeta Oswaldo Escobar Velado y la poeta, dramaturga, ensayista y luchadora social Matilde Elena López. Anteriormente había surgido un poeta rebelde, que retrata el drama de 1932: Pedro Geoffroy Rivas.

Con el surgimiento de la Generación Comprometida y el Círculo Literario Universitario, en 1950 y 1956, respectivamen-te, se da un movimiento de renovación literaria, caracterizado por la experimentación con recursos artísticos vanguardistas y por el debate generado por el tema del compromiso literario. A estas agrupaciones pertenecen Irma Lanzas, Waldo Chávez Velasco, Ítalo López Vallecillos, Manlio Argueta, Roque Dalton, Roberto Cea, Roberto Armijo, Tirso Canales, Álvaro Menén-dez Leal, entre otros. Estos autores han tenido, en diferentes niveles e intensidades, una influencia notable en la tradición literaria. Además, la obra de muchos de ellos se ha conocido fuera del país y traducido a diversos idiomas. Algunos casos en este sentido son Argueta, Cea, Dalton, Armijo y Menéndez Leal. Argueta despunta más adelante como novelista. Su obra Un día en la vida, escrita en los años de la guerra, es la novela salvadoreña de la época del conflicto bélico más conocida fuera de El Salvador.

1960 y 1970 son décadas en las que surgen talleres y colectivos literarios importantes como Piedra y Siglo (con Uriel Valencia, Ovidio Villafuerte, Ricardo Castrorrivas, Rafael Mendoza y Julio Iraheta Santos), la Masacuata (integrada por Alfonso Hernández y otros creadores), la Cebolla Púrpura (Da-vid Hernández, Jorge A. Morasán), por citar algunos ejemplos. También surgen autores como Ricardo Lindo, David Escobar Galindo y Salvador Juárez.

El período de la guerra pone en relieve las relaciones entre poesía y política debatidas ampliamente desde los días de Oswaldo Escobar Velado y Geoffroy Rivas. Autores como Alfonso Hernández, Miguel Huezo Mixco, Benjamín Valien-te, Amílcar Colocho y otros más forman parte de la guerrilla del FMLN. También resulta importante la obra novelística y testimonial de Claribel Alegría, muchos de cuyos libros de testimonio fueron escritos a cuatro manos con su esposo, el estadounidense Darwin Flakoll. Fuera de los frentes de guerra también surgen colectivos literarios como el Taller Literario Xibalbá (Otoniel Guevara, David Morales, Álvaro Darío Lara, Jorge Vargas Méndez, Eva Ortiz). Y creadores que no forman parte de talleres ni de grupos literarios, pero que dan una obra significativa desde el comienzo, como Carmen González Huguet, una de las mejores poetas contemporáneas.

No habremos de cansarnos de afirmar que la posguerra es un momento interesante en las artes, pues afloran nuevas modalidades expresivas. Lo decimos, porque géneros litera-rios, hasta entonces poco cultivados, como la narrativa y la dramaturgia, van a emerger con fuerza. La primera, con la obra novelística de Rafael Menjívar Ochoa y Horacio Castella-nos Moya (cuya novela El asco, publicada en los primeros años de la posguerra, llegará a ser un auténtico escándalo cultural, tal fue la fuerza de impugnación de los mitos nacionales) y la obra cuentística de Claudia Hernández; la dramaturgia, enriquecida con las piezas de autores como Édgar Gustave y Carlos Velis.

Cultura impresa

Hemos mencionado anteriormente a las editoriales de la Universidad de El Salvador y de la UCA. También cabe desta-car aquí el papel de la Dirección de Publicaciones e Impresos, surgida en los años cincuenta como Departamento Editorial del Ministerio de Educación y fundada por el poeta Ricardo Trigueros de León.

Una historia exhaustiva de la cultura impresa, como la que llevó a cabo Ítalo López Vallecillos en su monumental Historia del periodismo en El Salvador, debe incluir tanto a los periódicos de circulación diaria, como los actuales La Prensa Gráfica, CoLatino, El Mundo y El Diario de Hoy, así como otros, ya desaparecidos en diferentes circunstancias como Tribuna Libre, La Tribuna, La Crónica y el semanario Primera plana, este último surgido en la época de posguerra. Deberá incluir también a publicaciones estudiantiles como Opinión estudiantil, órgano de difusión de la Asociación Ge-neral de Estudiantes Universitarios Salvadoreños, AGEUS, de la Universidad de El Salvador, junto a publicaciones del movimiento social y de las organizaciones de oposición, tales como los periódicos u órganos de difusión de los movimientos de izquierda (La Verdad, Voz Popular, El Rebelde, Por la causa proletaria, Prensa comunista, Venceremos, de las organiza-ciones que integraron al FMLN).

Música

La música es el género artístico que aún no ha logrado crear una tradición continua. Y esto se da al punto que si se le interroga a un salvadoreño promedio, si es que existe tal cosa, sobre cuál es “el ritmo salvadoreño”, la respuesta probablemen-te sea la cumbia, ritmo de origen colombiano con influencias africanas y locales.

Hay creadores que intentaron crear un ritmo salva-doreño, como Paquito Palaviccini, pero esto no pasó de ser algo un intento. Son interesantes los casos de compositores salvadoreños que, desde el dominio de las formas y recursos expresivos académicos lograron producir piezas con un senti-do original: Escolástico Andrino, Esteban Servellón, Ezequiel Nunfio, German Cáceres, Manuel Carcache, Gilberto Orellana padre y Ángel Duarte, son algunos ejemplos.

Debemos destacar aquí el importante papel que jugaron, tanto en la formación de músicos como en la difusión de la música académica los maestros Alberto Arene y Ion Cubicec.

En otro aspecto de la creación musical, los años setenta y ochenta surgen agrupaciones, compositores y solistas que, influenciados por los movimientos musicales latinoamericanos como el Canto Nuevo, la Canción Protesta y otros, crean obras de valor poético e intencionalidad política. Ejemplo de ellos son los grupos Mahucutah, Yolocamba I Ta, Los Torogoces de Morazán, Cutumay Camones, El Indio, Teosinte, entre otros. Algunos de estos formaron parte directamente de las filas del FMLN, en el período de la guerra. Otros acompañaron al mo-vimiento social durante esa misma época.

Artes plásticas: pintura y escultura

El monumento al mítico Atlacatl, de Valentín Estrada, es quizá una de las obras escultóricas más conocidas del siglo

XX en El Salvador. Sobre la obra de Estrada, dice Astrid Ba-hamond: “Él vio en la historia un componente de la cultura de un pueblo y de una sociedad, como premisas para el estudio y la interpretación expresiva. Por ello nos lega una iconografía eminentemente nacional, sea por los retratos de personajes legendarios e históricos de la versión hasta el momento oculta de los ‘vencidos’, en la época de la conquista española, o el autorretrato denominado ‘El indio Atlacatl’, que sería la pri-mera obra en la historia del siglo que contará nuestras propias experiencias históricas. Luego va a dedicarse a la contempora-nización de la iconografía precolombina olvidada e ignorada por varios siglos de historia”.

En lo tocante a la pintura, es notoria la influencia que tiene, a inicios del siglo XX, la escuela del francés Alberto Imery, fundada en 1913. Otro maestro importante será el español

Valero Lecha, quien funda su escuela en 1936. Es indudable la impronta de la escuela plástica mexicana surgida al calor de la revolución de 1910. De su intencionalidad política, su discurso nacionalista-popular y de su voluntad de incidir en el espacio público se apropian muchos creadores sal-vadoreños que viajan a México para formarse. Esto puede verse en la obra de un grupo de escultores y pintores que toman esos elementos para buscar elementos de la identidad salvadoreña y expresarlas en la piedra o en el lienzo. Surge, al igual que en la narrativa de principios del siglo XX, una vertiente costum-brista, de la cual José Mejía Vides es su representante más conspicuo. Contemporáneo suyo es Salarrué, cuyos Cuentos de barro forman parte de la perspectiva costumbrista en narra-tiva. En lo tocante a su obra plástica, sus esculturas y cuadros se afirman más en otra de sus facetas literarias: aquella que se ve influida por las escuelas de pensamiento de la India y por la teosofía. Caso aparte lo forma el caricaturista Toño Salazar, auténtico genio en este campo de las artes plásticas.

Otros jóvenes creadores formados en el extranjero fueron los pintores Raúl Elás Reyes, Noé Canjura, Julia Díaz y Mario Araujo Rajo, en la década de los 40. También aparece Camilo Minero, exponente de una estética comprometida po-líticamente con las luchas revolucionarias.

Hay un florecimiento interesante de la escultura y de las artes plásticas en general en el período en que Osorio ocupó la presidencia de la República. La institucionalización del arte trajo consigo el apoyo a escuelas de formación de creadores, en particular, la encabezada por el pintor español Valero Le-cha, maestro de una pléyade de pintores salvadoreños. Es en este contexto nacional donde surgen escultores como Violeta Bonilla, Enrique Salaverría, César Sermeño y el costarricense Antonio Zúñiga. Su huella más visible es el Monumento a la Revolución de 1948, obra colectiva de Zúñiga, el mexicano Claudio Ceballos y Bonilla.

La participación de Ceballos y Zúñiga en la factura de este monumento —y en tantos otros productos culturales— denotan el hecho de que nuestra cultura no debe considerarse como “salvadoreña” en un sentido estrechamente nacionalis-ta. Es salvadoreña, paradójicamente, en la medida en que se ha abierto a influencias de otras culturas y se ha apropiado creadoramente de ellas. Otro ejemplo más de esto es la participación de los artistas españoles Benjamín Saúl y Serafín de Cos, formadores de nuevos grupos de creadores, entre ellos, los integrantes del colectivo de escultores conocido como Grupo Uquxkah, autores del Monumento al Mar. Estos autores son Dagoberto Reyes, Maurico Jiménez Larios, Osmín Muñoz, Carlos Velis, Alberto Ríos Blanco y Andrés Castillo. Esto tiene lugar en los años sesenta y setenta. Contemporáneos suyos son los pintores Manuel Elás Reyes, Carlos Cañas y Antonio García Ponce.

En la época de la guerra destacan los escultores Rubén Martínez (autor del Monumento a la Constitución y un busto del líder de extrema derecha, Roberto D’Aubuisson), Napoleón Alberto y Joaquín Serrano, conocido como Joaco. También es importante la obra pictórica de Mario Martí, Óscar Soles, Salvador Llort, Bernabé Crespín y Antonio Bonilla.

No podemos hacer un análisis pormenorizado de la plástica de posguerra, pero quedemos por de pronto en que es una época interesante, por cuanto se dan expresiones y experimentaciones sumamente diversas. Algunos nombres: Titi Escalante, Verónica Vides, Mauricio Álvarez y Guillermo Perdomo.

Un abordaje mucho más completo de las artes en El Salvador necesariamente tendrá que referirse al teatro, al cine, la danza, el arte popular, la radio y la televisión. En el teatro, habrá que hablar necesariamente de la impronta del maestro español Edmundo Barbero, de la obra dramática de José Lle-rena, Walter Béneke, Roberto Armijo, Álvaro Menéndez Leal, Miguel Ángel Chinchilla, Carmen González Huguet y Carlos Velis. En el cine, deberá mencionarse a pioneros del arte como Virgilio Crisonino y Alfredo Massi; a Alejandro Cotto, como un gran creador individual surgido en los años cincuenta y sesenta. José David Calderón, Manuel Sorto, Noé Valladares y Guillermo Escalón, son también otros cineastas importantes. En la danza, las referencias obligadas son Alcira Alonso y Mo-rena Celarié, y, en una época más cercana a la actual, Eunice Payés. Sin embargo, la extensión de este trabajo nos impide profundizar en estas disciplinas artísticas.

Tradiciones culturales. La tradición conservadora

Hablar de tradición conservadora puede parecer re-dundante, pues una definición frecuente aunque limitada de “conservador” habla precisamente de quienes defienden las tradiciones por encima de la innovación. Aquí vamos a justificar esta aparente redundancia. El filósofo español Xavier Zubiri definió la tradición como la “transmisión de posibilidades”, queriendo decir con esto que ninguna persona que viene al mundo se topa con que hay que partir de cero, viéndose obli-gada a inventar nuevamente la rueda, el alfabeto y descubrir cómo se hace el fuego, sino que ya encuentra todo esto hecho. Sus padres y sus familiares le proporcionan todo esto y muchas cosas más. En otras palabras: le transmiten (es decir, le pasan a sus manos) posibilidades (esto es, elementos que le permi-tirán hacer su propia vida). Esta persona que recién viene al mundo recogerá esa tradición, la enriquecerá con sus aportes personales y las legará a quienes nazcan después. Esto es la tradición, según Zubiri.

Y el concepto es más que útil en este vistazo a la cultura salvadoreña en el siglo XX. No podemos decir que la tradi-ción es algo que competa a aquellos sectores políticamente conservadores (esto es, a los que quieren conservar el poder establecido), sino que hay diferentes tradiciones que nutren a la cultura. Lejos de que estas tradiciones conformen un todo armónico, sucede que muchas veces están en pugna. La batalla de la cultura es una batalla política. Y viceversa. Así, hay una tradición conservadora, pero también hay una tradición crítica o revolucionaria, como también hay una tradición autoritaria. Estas definiciones son esquemáticas y es evidente que la cultura es mucho más que los rótulos que los que escribimos sobre ella nos atrevemos a ponerles. Pero pueden servir como los puntos de un mapa. El mapa de una ciudad jamás agotará la belleza de sus calles, lo sórdido de algunos de sus lugares, el rumor de sus multitudes, pero al menos logrará dar un punto de ubicación. Lo interesante en realidad viene cuando el viajero hace algo con ese punto de ubicación en la vida real.

La tradición conservadora hunde sus raíces en la cul-tura de los grupos criollos en tiempos de la colonia, los cuales se tornarán en los grupos dominantes en el siglo XIX. En su pe-netrante estudio de la cultura criolla colonial, titulado La patria del criollo, el guatemalteco Severo Martínez Peláez, señala que “la idea de patria también tiene un desarrollo histórico”. En este sentido, lo que nos dice Martínez Peláez es que las identidades culturales las hacemos las personas, según determinadas condiciones históricas. No obedecen a una esencia eterna: no hay algo así como “la salvadoreñidad” o “la esencia de lo salvadoreño” o de “lo nuestro” desde la eternidad, sino que estos conceptos son creaciones históricas. En el caso que nos toca, esa tradición conservadora es la que proviene de los grupos dominantes criollos, que, llegado el siglo XIX fueron los que dirigieron a la república salvadoreña. Es, por ende, la tradición de los grupos oligárquicos que han dirigido a esta república. El uso del término oligárquico no tiene acá una intención ideologizada o despectiva, sino que designa el tipo de ejercicio de poder de estos grupos. Oligarquía, como su etimología griega lo indica, habla de un grupo minoritario que gobierna la sociedad en su provecho.

La tradición conservadora tiene una serie de símbo-los que van construyendo una nacionalidad: los himnos, la bandera, los próceres. Muchos de estos símbolos hacen una referencia directa al café. Un hecho económico que impactó la cultura salvadoreña fue la introducción del cultivo del café a fines del siglo XIX. Como ejemplo de ello, hay que observar que la supuesta corona de laureles que rodea al escudo nacional no es de laureles: son dos gajos de café, con sus frutos rojos, entrecruzados y rodeando el triángulo equilátero, los que le dan un aspecto épico a este símbolo patrio.

Bien: la primera mitad del siglo XX es la del auge y caída del café. La caída se da hasta 1929, con sucesivos ciclos de auge y de caída. Lo importante para lo que atañe a este artículo es que la producción económica basada en la tenencia de la tierra en pocas manos es un referente cultural importante en la tradi-ción conservadora. Es la cara más visible del país en el mercado internacional y, por ende, ante el mundo, al cual se le vende la idea de El Salvador como un paraíso rodeado de cafetales, caña de azúcar y demás riquezas naturales. Un testimonio de ello es un libro destinado a promover al país como lugar apetecible para la inversión extranjera. Se llama Libro azul y fue redactado por el periodista norteamericano L. A. Ward. Salió publicado en edición bilingüe —español e inglés— en 1916 y fue costeado por el gobierno del presidente Carlos Meléndez. Se trata de una auténtica joya histórica, no solamente por las fotografías de la época —que registran imágenes del país, sus haciendas, sus ca-rreteras, sus damas de sociedad—, sino por la concepción de lo salvadoreño que denotan. Dan una idea de la nacionalidad como algo unido estrechamente a las grandes propiedades agrícolas y a los dirigentes políticos —los cuales son los propietarios de la tierra— que llevan al país por el rumbo del progreso. Por lo tanto, uno de los rasgos de la tradición conservadora es que une la nacionalidad a la propiedad privada de la tierra. En términos religiosos, profesa un tipo de catolicismo que representa a Cristo como un rey (“Cristo Rey”) que impone el orden a aquellos que osan desafiarlo. Este orden es el orden celestial, pero en térmi-nos seculares es el orden de la república cafetalera. Ello explica lo complicado, por decir lo menos, que fue el aparecimiento de otras corrientes dentro del catolicismo que cuestionaban esta forma de intentar poner la religión al servicio del poder.

La tradición conservadora profesa, en términos mora-les, una defensa de los “valores de la familia”, léase la familia nuclear ideal, sin conflictos, y una moral sexual que defiende determinados roles y valores pre-establecidos para los hombres y las mujeres, pero interpretados como roles y valores asignados por la divinidad o la naturaleza. En términos ideológicos, esta tradición conservadora es anticomunista. Y en ello manifiesta su carácter autoritario. Cuando esta tradición se ha visto cues-tionada, ha evolucionado a una modalidad autoritaria de tipo militar. No es que antes no fuera autoritaria. Lo que sucede es que, con la crisis sociopolítica de 1929-1932, esta tradición sufre un recambio: de la dominación conservadora oligárquica a la dominación militar.

La tradición autoritaria

El siglo XX es el siglo en que se explaya una concepción de modernidad basada en el desarrollo económico. Pero la entrada a la modernidad, entendida como el paso de las re-laciones sociales de origen precolonial y colonial a relaciones sociales basadas en las pautas de producción del capitalismo industrial, fue violenta desde sus inicios. Uno de los hechos visibles de esta entrada a la modernidad fue la privatización forzada de tierras ejidales a fines del siglo XIX.

En su trabajo Cultura y ética de la violencia (EDUCA, San José, 1996), Patricia Alvarenga sostiene que en el período comprendido entre las dos últimas décadas del XIX hasta cul-minar con la masacre de 1932, se fue configurando una suerte de ética de la violencia por parte de las élites dominantes, lo cual dio pie a una interiorización de relaciones sociales de carácter represivo.

La matanza de 1932 es el gran hecho cultural de la pri-mera mitad del siglo XX. Este hecho histórico significó, por una parte, la solución represiva al “problema indígena”, obligando a los diferentes pueblos originarios a autorreprimir sus mani-festaciones culturales (lengua, celebraciones, vestimentas, etc.) y creando la idea falsa de que El Salvador era un país mestizo. Esto describe otra característica de la cultura dominante en el siglo XX: La negación de la existencia de los grupos sociales subalternos (grupos socioeconómicos marginados, culturas in-dígenas, mujeres, minorías étnicas, diferentes denominaciones religiosas), subsumiéndolos en una idea de “lo salvadoreño”, o, mejor dicho, “el salvadoreño”, esto es, la nación salvadoreña sería masculina, criolla, católica y anticomunista.

Esto último merece explicarse. Patricia Alvarenga señala que en el proceso histórico que culmina en 1932 fue importante el papel de los civiles en la represión contra el movimiento indí-gena y campesino, iniciado espontáneamente ante las penurias económicas, pero en el cual el recién nacido Partido Comunista tuvo un papel considerable. La represión no se ejerce centrali-zadamente desde el Estado contra los supuestos agresores de la patria, sino que se internaliza entre los individuos dando pie a una ideología anticomunista que va a formar parte del sentimiento dominante de identidad nacional.

Esta cultura de la violencia se reviste también de un ca-rácter mesiánico. La matanza del 32 se legitimó como una cru-zada de salvación contra el “enemigo comunista y ateo”. Es un rasgo bastante poderoso de la cultura dominante, al grado que siguió reproduciéndose en el siglo XX. Patrones similares a los de 1932 reaparecieron a lo largo de los gobiernos militares y, en particular, durante la guerra que culminó en 1992. La persecu-ción gubernamental contra maestros, catequistas, estudiantes y otros sectores de la sociedad que exigían democracia, tuvo un carácter anticomunista. Tomó el tono de una “cruzada de sal-vación” del país de la “agresión comunista”, que llegó a cobrar la vida de 75,000 personas, incluyendo a sacerdotes, religiosas y un arzobispo. La represión no actuó solamente desde arriba, sino también contó con el involucramiento de sectores civiles, lo cual demuestra que, como sostiene Alvarenga, la violencia se vuelve un rasgo cultural. En la posguerra, etapa que se abre desde 1992, este rasgo cultural pervive, pero transformado en diferentes formas de intolerancia, violencia y exclusión.

La tradición crítica

Los contextos culturales suelen tener más de un aspec-to. La violencia, inspirada por el mesianismo anticomunista, que ha caracterizado a la cultura dominante en el siglo XX no alcanza a agotar la complejidad de matices de la cultura salva-doreña del siglo precedente. Hay también una fuerte tradición crítica, que ha inspirado los movimientos de resistencia al autoritarismo. Proviene de fuentes muy variadas y se expresa, asimismo, de formas también muy diversas. Se articula, como se ha articulado, en movimientos políticos, pero también en movimientos artísticos y religiosos. No es extraño que en los momentos más intensos de resistencia política antiautoritaria, incluyendo los de la guerra, hayan aparecido las más importantes expresiones artísticas. No es simplemente que el arte haya “acompañado” a los movimientos populares, sino que el arte también tuvo un papel importante en el despertar de una conciencia crítica en la sociedad salvadoreña, como también lo tuvieron también los movimientos cristianos.

El arte ha sido una forma de resistir a la cultura autori-taria. Tres casos emblemáticos: Pedro Geoffroy Rivas, Oswaldo Escobar Velado y Roque Dalton. Estos escritores expresaron poéticamente la postura crítica de los movimientos de resis-tencia a la cultura dominante. De Geoffroy Rivas se dice, por ejemplo, que es el “poeta del 32”. Pero más allá del hecho de que Geoffroy fue una de las voces poéticas que denunció la matanza, el poeta expresa la rebeldía y la inconformidad contra la negación sistemática de la vida.

Y así como Geoffroy fue el poeta del 32, también hubo, en las luchas sociales que provocaron la caída de Hernández Martínez en 1944, voces poéticas que, de forma valiente, denunciaron a la dictadura, pero también anunciaron una sociedad distinta. Entre estos autores está la llamada “gene-ración antifascista”, de la cual proviene Matilde Elena López y Oswaldo Escobar Velado. Este último autor, por su particular sensibilidad, conecta también con otras de las fuentes de la cultura de resistencia: el humanismo cristiano, que, en los 80 e inspirado en la teología de liberación, dará pie al movimiento de comunidades eclesiales de base.

Hemos hablado de la poesía como denuncia y anuncio: denuncia de las injusticias y anuncio de un mundo verdade-ramente humano. La denuncia tiene a su base la situación del “pueblo crucificado”, como le llama Ignacio Ellacuría. En su poema “Cristoamérica”, Escobar Velado compara Latinoaméri-ca a la figura de Cristo crucificado por la opresión y la injusticia.

Por otra parte, el marxismo también contribuyó a crear una importante tradición de resistencia en la cultura salvado-reña. No lo hizo a través de una apropiación sistemática de la filosofía marxista, como ocurrió en otras latitudes, sino en su conciencia de las injusticias. Un poeta marxista del siglo XX, que participó en los debates que dieron pie al surgimiento de las primeras organizaciones político-militares de izquierda en los años 70 fue Roque Dalton. El impacto cultural de su obra literaria es considerable. Expresiones que sirven para hablar de la cultura salvadoreña como “los hacelotodo, los vendelotodo…” provienen, por ejemplo, de su “Poema de amor”, que describe vivamente las condiciones de miseria material y sojuzgamiento cultural de la sociedad salvadoreña.

El feminismo también ha conformado una corriente crí-tica que, poco a poco, ha transformado (y sigue transformando) los valores dominantes de la cultura salvadoreña. Desde la lucha de Prudencia Ayala a favor de los derechos políticos de las mujeres en la década de los 30, pasando por los movimien-tos femeninos ligados a las luchas sociales —en las cuales las mujeres jugaron un papel clave, como en el derrocamiento de Maximiliano Hernández Martínez—, como la Fraternidad de Mujeres Salvadoreñas, en la década de los cincuenta, hasta la participación de las mujeres en las organizaciones populares, en los frentes guerrilleros y en la dirección de las organizaciones político-militares del FMLN en la década de los 80, la lucha por los derechos de las mujeres en el siglo XX ha operado cambios significativos en la cultura patriarcal dominante. Después de los acuerdos de paz de 1992, las organizaciones de mujeres pasan de reivindicar derechos económicos y políticos a rei-vindicaciones de género. Estas reivindicaciones de género se han expresado también en la obra poética de Eva Ortiz, Silvia Regalado y Silvia Matus. Y, desde mucho tiempo antes, en la poesía de Liliam Jiménez, Lilian Serpas, Matilde Elena López y otras escritoras. Además, las luchas feministas también han despertado la conciencia de género de otros grupos sociales, que también luchan por el reconocimiento de su dignidad humana.

La cultura de la memoria

La cultura dominante ha privilegiado el olvido histórico. Lo ha hecho a partir de la historia oficial, que ha echado al olvido a personas, hechos y fechas incómodos, pero también atacando frontalmente contra quienes han representado el germen de una cultura con valores diferentes. La matanza del 32 no fue solo etnocidio, sino también culturicidio. El esquema del 32 se ha repetido en las embestidas contra la cultura: las ocupaciones militares de la Universidad de El Salvador (1972, 1980 y 1989), el destierro y la muerte de sus catedráticos e in-cluso de su rector Félix Ulloa (asesinado en 1979), los atentados contra las instalaciones de la Universidad Centroamericana en los 80, que culminaron con el asesinato de dos de sus trabaja-doras y de seis de sus maestros en 1989, son ejemplo de ello. Esa lucha contra la memoria se dio cada vez que se asesinó a maestras, profesores, estudiantes, catequistas, religiosos que transmitían nuevos valores, nuevas formas de relacionarnos, unos con otros, distintas a las dinámicas tradicionales de la dominación. El absurdo llegó cuando, en nombre de la libe-ración de nuestra sociedad, se asesinó a un intelectual como Roque Dalton.

La reivindicación de la memoria es una demanda cultu-ral y política. Se expresa en diferentes formas: por ejemplo, la búsqueda de esclarecimiento de la verdad de los hechos del 32, las demandas de los familiares de los desaparecidos políticos en los 80 y, en la época de la posguerra, en el surgimiento de iniciativas de la sociedad civil como el Museo de la Palabra y la Imagen y del Comité Pro Monumento a las Víctimas, que dejó, en el Monumento a la Verdad, situado en el Parque Cuscatlán de San Salvador, una reivindicación tangible de la memoria histórica de las víctimas.

Una cultura signada por la emigración

Por último, pero no por ello menos importante, hay un hecho que recorre el siglo XX y que marca la cultura salva-doreña: la emigración. El Informe sobre desarrollo humano correspondiente a 2005, señala cuatro oleadas migratorias: 1921-1969; 1970-1979; 1980-1991 y 1992-2005. Estos procesos migratorios han respondido a problemas económicos en su mayoría. Es como una especie de círculo: los dos prime-ros momentos constituyen una respuesta a las condiciones económicas del país. Las migraciones del período 1980- 1991 obedecen tanto a factores económicos pero tenemos ya mo-tivaciones políticas de por medio. En el último período, que quizá también se extiende hasta nuestros días, el éxodo de salvadoreños y salvadoreñas está motivado por la economía pero también por la inseguridad.

Las oleadas migratorias transforman la fisonomía de la cultura nacional. Concordamos con el Informe en criticar un enfoque economicista, que ha reducido su importancia al flujo de remesas. Las migraciones han generado dinámicas culturales complejas. Han diversificado la cultura, obligán-donos a hablar, no ya de “una” sola identidad cultural, sino de identidades, así, en plural, identidades que son móviles e inconclusas. Quizás ilustran lo más característico de los fe-nómenos culturales: la cultura está siempre en crisis, lo cual no significa que esté en decadencia ante la influencia de otras culturas y que haya que “rescatarla”, sino que, como lo dicen sus raíces griegas, crisis, que viene de krinein, decidir, habla de un momento de decisiones, de rupturas, en fin, de trans-formaciones, de definiciones aún no concluidas, lo cual habla de la vitalidad de una cultura.

Cultura en crisis significa acá la ambivalencia entre una cultura dominante, que busca arraigarse en unos referentes estáticos y las culturas subalternas surgidas en y a través de la emigración. Y que trastoca, como lo afirma el documento cita-do, el referente geográfico de “la” identidad: ¿qué entendemos por El Salvador? ¿Los 21,000 km2 comprendidos entre los ríos Paz y Goascorán, o una noción más difícil de apresar, pero que comprender a las personas que, viviendo fuera de esos límites espaciales, se identifican a sí mismos como salvadoreños o salvadoreñas, aun cuando hayan nacido en Los Ángeles o Me-lbourne? Una concepción incluyente y a la altura de la historia debe partir de esta realidad que señalamos.

Conclusiones El siglo XX, en términos culturales, nos muestra a una sociedad salvadoreña con relaciones violentas y autoritarias, tanto las que se dan a través del poder estatal como las que se dan en las relaciones cotidianas entre las personas. No obstante, nuestra sociedad tiene en su haber una riqueza de tradiciones críticas, que reivindican, por sobre la amnesia de la cultura de dominación, la memoria histórica; por sobre una identidad excluyente, la lucha por el reconocimiento de su diversidad de identidades y, sobre todo, una tradición crítica y creativa bastante fecunda. En este sentido, vale la pena comenzar por el reconocimiento de la relevancia cultural que ha tenido la emigración y de su gran lección: la nuestra es una cultura diversa, querámoslo o no. En nuestras manos está optar por continuar la tradición autoritaria o elegir un camino distinto.

De los autores

• Adolfo Bonilla

Nació en San Vicente, El Salvador, en 1955. Máster en Artes por la Universidad de Londres en 1999, Doctorado en Filosofía Política por la Universidad de Manchester en 1996, estudios posdoctorales en la Universidad de Johns Hopkins en 1998. Fue Jefe del Departamento de Filosofía de la Universidad de El Salvador y Coordinador de la Licen-ciatura en Historia de la Universidad de El Salvador. Es miembro del Consejo de Investigaciones Científicas de la Universidad de El Salvador

y Coordinador del Centro Nacional de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades del Viceministerio de Ciencia y Tecnología. Es Académico de Número de la Academia Salvadoreña de Historia.

• Carlos Gregorio López Bernal

Doctor en Historia por la Universidad de Costa Rica, Maestría en Historia por la Universidad de Costa Rica, Licenciado en Letras por la Universidad de El Salvador. Docente investigador de la Licenciatura en Historia, Universidad de El Salvador; trabaja temas de historia política y cultural salvadoreña, siglos XIX y XX.

• Carlos Pérez Pineda

Maestría de Historia de Centroamérica en Postgrado Centroameri-cano de Historia de la Universidad de Costa Rica. Acaba de concluir una investigación sobre el conflicto Honduras-El Salvador de 1969. Licenciatura en Ciencias Sociales y Trabajo Social en Universidad de Lund, Suecia. Antropología Social en México.

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• Erik Ching

Catedrático de historia, Universidad de Furman, Carolina del Sur, EE UU, desde 1998. Recibió su doctorado en Historia de la Universidad de California, Santa Bárbara en 1997. Coautor de Las masas, la matanza y el martinato (UCA, 2007) entre varios otros trabajos sobre la historia moderna de El Salvador.

• Héctor Lindo Fuentes

Nació en San Salvador en 1952. Recibió su maestría y luego su docto-rado en historia en la Universidad de Chicago. Actualmente es profesor de historia en Fordham University en Nueva York. Ha dado clases en la University of Calfornia y Columbia University. Es autor de numerosos artículos y varios libros entre los que se encuentra La Economía de El Salvador en el Siglo XIX. Fue Presidente de la Comisión de Acredita-ción de Instituciones de Educación Superior.

• Knut Walter

Doctorado en Historia (Universidad de Carolina del Norte– Chapel Hill, 1987), se ha dedicado a la investigación de la historia salvadoreña y centroamericana del siglo XX, así como también a los campos de la educación.

• Luis Alvarenga

Nació en San Salvador, El Salvador, en 1969. Poeta y ensayista. Ha publicado los libros de poesía Otras guerras y Libro del sábado. Es autor de la biografía de Roque Dalton El ciervo perseguido. Dirige actualmente la revista Cultura, de la Secretaría de Cultura de El Salva-dor. Se desempeña como docente en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, UCA, en la cual obtuvo su doctorado en filosofía iberoamericana.

• Philip J. Williams

Profesor de Ciencias Políticas, Universidad de la Florida. Experto en estudios latinoamericanistas.

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• Rafael Guido Véjar

Sociólogo, con estudios de grado y doctorado en la Universidad de El Salvador (UES) y el Colegio de México. Autor de libros e informes en temas sociológicos, históricos y de politología. Ha desempeñado cargos de profesor, investigador, coordinador de investigaciones, Coordinador de Relaciones Internacionales y Director de la Facultad de Ciencias Sociales (FLACSO) en México. Profesor, investigador y Jefe del Departamento de Sociología y Ciencias Políticas de la Uni-versidad Centroamericana José Simeón Cañas. Ha sido consultor de fundaciones, gobierno y organismos internacionales.

• Ricardo Antonio Argueta Hernández

Licenciado en Sociología por la Universidad de El Salvador, Maestría en Historia Centroamericana por la Universidad de Costa Rica, candidato a doctor por la misma Universidad. Profesor de Historia y Sociología en la Escuela de Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias y Humanidades en la Universidad de El Salvador. Investiga sobre los estudiantes universitarios y las luchas sociales en El Salvador y las relaciones políticas de la Universi-dad de El Salvador con el Régimen Autoritario Militar durante el siglo XX.

• Ricardo Roque Baldovinos

(San Salvador, 1961). Profesor del Departamento de Comunicaciones y Cultura de la UCA, ha sido profesor invitado en la Universidad de Nebras-ka, la Universidad de California Davis, la Universidad de Richmond y la Universidad de Costa Rica. Fue director de la Revista Cultura y editor de la Narrativa completa de Salarrué. Ha publicado el libro “Arte y parte, en-sayos de literatura” (2002) y artículos y ensayos dedicados a la literatura y la cultura en El Salvador y Centroamérica en diversas revistas académicas.

• William Pleitez

Doctor en Ciencias Económicas de la Universidad París VIII. Actual-mente es Jefe de la Unidad de Políticas y Gestión del Conocimiento y Coordinador General del Informe sobre Desarrollo Humano de El Sal-vador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

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• Roberto Valdés

Doctor en Filosofía. Actualmente Jefe y catedrático del Departamento de Filosofía de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA). Profesor del programa de Doctorado en Filosofía Iberoamerica-na de la UCA. Dedicado al estudio de la historia de las ideas e historia de la masonería en El Salvador.

• Sajid Alfredo Herrera Mena

Profesor-investigador de filosofía e historia de la Universidad Cen-troamericana José Simeón Cañas (El Salvador). Actualmente se desempeña como Director Nacional de Investigaciones en Cultura y Arte de la Secretaría de Cultura y director del posgrado en Filosofía Iberoamericana de la UCA. Entre sus publicaciones está: Los rostros de la violencia, Guatemala y El Salvador. Siglos XVIII -XIX (San Salvador, UCA Editores, 2007), en coordinación con Ana Margarita Gómez. Su temática de trabajo más reciente es la cultura política liberal en el Reino de Guatemala desatada por el constitucionalismo gaditano.

• Xiomara Avendaño Rojas

Doctora en Historia y docente de la UES. Ha publicado, Elecciones Indirectas y Disputa de Poder en Nicaragua, Managua, LEA, 2007; Centroamérica entre lo antiguo y lo moderno, Castellón, Universitat Jaume I, 2009; Coordinadora de Historia Electoral en Centroamérica, siglo XIX y XX, Managua, LEA y Sophies, 2010; y autora de diversos artículos en revistas.

El Salvador:

Historia mínima

1811 - 2011
Mauricio Funes Cartagena
Presidente de la República

Héctor Jesús Samour Canán
Secretario de Cultura de la Presidencia

Sajid Alfredo Herrera Mena
Director Nacional de Investigación en Cultura y Artes Coordinador general

Erick Rivera Orellana
Editor

REFERENCIA
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