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¡Esta es una revisión vieja del documento!


Fuente: http://www.cienciaytecnologia.edu.sv//

Cultura, Educación e Integración Social en El Salvador

Presentación

Este es el primer cuaderno de trabajo que sale publicado como parte de la labor del Centro Na- cional de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades (CENICSH). El CENICSH es un proyecto del nuevo gobierno de El Salvador, creado por el Ministerio de Educación y depende del Vice Ministerio de Ciencia y Tecnología.

Se estima que este proyecto de investigaciones científicas en ciencias sociales y humanidades es un esfuerzo que debe ser trascendente para el país por cuanto es hasta ahora que el Estado y parti- cularmente el Ejecutivo, le asigna importancia a las ciencias sociales como herramienta científica para estudiar y conocer la dimensión de los problemas que tenemos planteados. Esto con el firme propósito de proponer acciones de políticas publicas para encontrar soluciones duraderas en mate- ria de seguridad ciudadana y desarrollo económico y social, en el marco del fortalecimiento de las instituciones que componen un Estado de Derecho. En este esfuerzo es necesario proveer insumos a los diferentes actores públicos y privados para la construcción de una cultura política democráti- ca propuesta por el Plan Quinquenal 2009-2014. Los Cuadernos de Trabajo, así como otras elaboraciones en ciencias sociales que estaremos di- vulgando, buscan promover la discusión entre los diferentes sectores involucrados o interesados en la investigación y estudio científico de nuestra realidad nacional, regional e internacional para identificar nuevas líneas de investigación asi como para proponer líneas de acción pública. Los Cuadernos de Trabajo, así como los otros componentes de los programas del CENICSH, pretenden ser un esfuerzo sistemático que sea mantenido periódicamente en el tiempo con la cada vez más amplia participación de profesionales, intelectuales y académicos nacionales que realizan investigación ya sea dentro o fuera de nuestro país. La participación de la comunidad académica y científica de otros países de la región y del mundo ya ha empezado a formar parte del esfuerzo del CENICSH aspecto que sin duda contribuirá a la calidad de nuestros trabajos académicos y de investigación.

Este primer cuaderno aborda lo relativo a la cultura, la educación y la integración social que es una temática muy oportuna dada la situación que actualmente vivimos en El Salvador. Agradecemos desde la franca respuesta y colaboración que ya tenemos por parte de diferentes unidades del Mi- nisterio de Educación así como del grupo de científicos sociales que ya se encuentran colaborando con el CENICSH y elaborando nuevos estudios acerca de la problemática de nuestra sociedad y que pronto pondremos a disposición de la comunidad.

Dra. Erlinda Hándal Vega Viceministra de Ciencia y Tecnología

1. Introducción

ultura, educación e integración social cons- tituyen ámbitos de la realidad –así como esferas del conocimiento antropológico y socio- lógico— estrechamente vinculados entre sí, en una relación que gráficamente puede ser descri- ta como circular: lo cultural se nutre, entre otras cosas, del quehacer educativo, pero a su vez se expresa en el mismo y lo sostiene; la integra- ción social se logra en buena medida gracias a la integración cultural, para la cual uno de los mecanismos privilegiados es el proceso educa- tivo que, por su parte, es expresión de la inte- gración social y cultural prevaleciente en una sociedad determinada.

En estas notas se pretende realizar una reflexión en torno a estos tres temas. El propó- sito que se persigue es poner en la mesa de dis- cusión no sólo un conjunto de ideas y conceptos en torno a la cultura, la educación y la integra- ción social, sino la elaboración que, en forma de ensayo, el autor propone acerca de cómo se puede entender esas dinámicas en la realidad salvadoreña. Es decir, además de ideas y con- ceptos, se propone una interpretación de las re- laciones entre cultura, educación e integración social en El Salvador actual. Se trata de un texto pensado para suscitar un debate y para animar al diálogo franco entre colegas de las ciencias sociales y las humanidades. De ahí su denomi- nación de ensayo, en sintonía con lo que decía José Ortega y Gasset de este género literario: “el ensayo es la ciencia menos la prueba explí- cita… [el ensayista] suprime las notas de pie de página y demás bagaje académico para hacer surgir la expansión del íntimo calor con que los pensamientos fueron pensados”1 .

I. Integración social: mirada sociológica

Sociológicamente, la integración so- cial tiene la primacía no sólo como objeto de reflexión teórica, sino como propósito de con- vivencia humana. Y ello porque una sociedad desintegrada, además inestable e insegura, es inviable en tanto que sociedad. La preocupa- ción por la integración social –es decir, por la inclusión y el sentido de pertenencia de todos los miembros de una sociedad en un proyecto de convivencia común— está presente en las elaboraciones intelectuales que, en su carácter de filosofía social y política, nos legaron Platón y Aristóteles.

Cuando la sociología adquiere el estatus de ciencia, en el último cuarto del siglo XIX, esta preocupación es replanteada con nuevos bríos, en un contexto histórico distinto al de que vio nacer las especulaciones de los clásicos del pensamiento griego. Se trata de un contexto do- minado por el capitalismo –con las exclusiones propias que este sistema económico genera—, pero con el trasfondo de una cosmovisión –que comienza a echar raíces en el Renacimiento y que posteriormente se afirma en las teorías del contrato social y la Ilustración— en la cual to- dos los seres humanos –hombres en la termi- nología de la época— son iguales ante la ley y, por tanto, sujetos de derechos fundamentales (a la vida, a la propiedad, a la libertad y a la igual- dad). Desde entonces hasta nuestros días, la integración va a ser entendida como la clave de la estabilidad social. Y la gran amenaza a exor- cizar va a ser la desintegración social como la fractura en los mecanismos de in- clusión y del sentido de pertenencia por parte de los miembros de la sociedad—, que se intentará atajar por distintos medios, no siempre eficaces y acordes con las raíces de los problemas gene- radores de desintegración.

Una de las tesis firmes en la sociología de todos los tiempos es que una sociedad corre un riesgo potencial de desintegración cuando genera exclusiones económicas, culturales o/y políticas— que afectan a sectores significati- vos suyos. Marginalidad económica, pobreza, desempleo, bajos salarios, precariedad en las condiciones de vida, insuficientes servicios de salud y educación, escasa o nulas oportunida- des de participación política… Estos factores, cuando involucran a sectores amplios de la po- blación, se convierten en condicionantes mate- riales de la desintegración social, cuya amenaza será mayor según sea el peso cuantitativo en la estructura social de los sectores excluidos por razones económico-sociales, culturales o políti- cas.

Es decir, una sociedad que excluye materialmente a amplios grupos sociales corre el riesgo de desintegrarse. Esto lo vislumbraron los teóricos más influyentes del pensamiento sociológico; también lo vislumbraron los reformadores sociales de los siglos XIX y XX que, sin ser especialistas en las ciencias sociales, fueron conscientes de que ese riesgo sólo podía evitarse implementando medidas que paliaran o incluso anularan el efecto de las dinámicas de exclusión socioeconómica, cultural y política, por lo menos en lo que atañía a sectores signifi- cativos de la población.

En este marco, es claro que la integra- ción social tiene un componente material que no puede dejarse de lado: los miembros de la so- ciedad deben encontrar en ella las condiciones básicas para vivir dignamente. Visto del lado de la desintegración, ese componente material se expresa en la vigencia de mecanismos de exclu- sión que impiden a una parte significativa de sus miembros tener una vida digna. En este senti- do, una sociedad con exclusiones generalizadas y sistemáticas en los planos socioeconómico, cultural y/o político es una sociedad estructural- mente desintegrada. Ahora bien, una cosa es esa desintegración estructural y otra la erosión del sentido de pertenencia a una sociedad y, junto con ello, la erosión de los vínculos simbólicos (jurídicos, éticos, religiosos, políticos) que unen tanto a individuos como a grupos específicos con un todo social mayor, llámesele patria, na- ción o país.

Y esto último remite a otro campo pro- blemático: el que se refiere a situaciones en las que se tiene una crisis abierta en la integración social. Porque, ciertamente, para que una situa- ción de crisis de esa naturaleza se dé no basta con que materialmente la sociedad esté desinte- grada; el complemento imprescindible para ello es que los miembros de la sociedad que padecen exclusiones materiales –en rigor, sectores signi- ficativos de la misma— asuman personalmente (en los afectos y emociones, en sus creencias e ideas) esa exclusión y no vean otra salida más que ponerse al margen del orden (legal, políti- co, ético) establecido. En la sociología clásica, situaciones como estas fueron calificadas como anómicas; lo propio de ellas es la percepción, por parte del individuo, de la “ausencia de re- glas o normas por las cuales regir su conduc-

Dicho de otro modo, la integración so- cial se ve socavada no sólo cuando se generan exclusiones materiales intolerables, sino cuan- do se erosiona el sentido de pertenencia del individuo a la sociedad. Y es que, en síntesis, una sociedad puede tener graves problemas de integración en razón de las exclusiones que ge- nera su modelo socio-económico o su modelo político, sin que esos problemas se traduzcan en una abierta fractura social, en la cual haya sec- tores sociales significativos –no sólo en canti- dad, sino en calidad— que desafíen, desde fuera de la normatividad vigente, el orden social es- tablecido. Desde la sociología se pudo plantear el asunto con bastante claridad; sin embargo, lo que no se pudo fue resolverlo.

Para eso se requería una aproximación al tema de la integración no desde el lado de la realidad social –que es lo propio de la sociolo- gía— sino del lado del imaginario de los acto- res, de su subjetividad, de los valores y creen- cias que la nutren, y que moldean sus opciones y comportamiento individual y colectivo. La antropología cultural llegó en auxilio de la so- ciología que, por su parte, incorporó a su acervo conceptual nociones antropológicas esenciales que le permitieron entender de mejor manera el problema de la integración social.

II. Integración social: mirada antropológica

Visto desde la antropología y desde los aportes que ésta ha hecho a la sociología de la cultura, la integración social es también, si se parte de los sujetos, integración cultural. Y es que para que haya integración social los miem- bros de la sociedad deben sentirse integrados a ella. A esto se le llama sentido de pertenencia, el cual se nutre de símbolos, tradiciones, costum- bres, hábitos y modos de ser que dan vida a la cultura en una sociedad concreta.

Es decir, el sentido de pertenencia –a una patria, a una nación, a un país o a una co- munidad— hace parte de la identidad, la cual se fragua a partir de referentes simbólico-cul- turales que son los que integran al individuo a la sociedad. Dicho de manera más técnica, “la integración supone el funcionamiento más o menos armónico y equilibrado de las distintas partes de una estructura sociocultural, se trata de la sociedad global o de un grupo cualquiera. Dicha integración viene dada primordialmente por el hecho de compartir un marco de refe- rencia normativo-axiológico que prescribe, al menos globalmente, las acciones sociales” 3. Y es precisamente ese marco de referencia nor- mativo-axiológico el que alimenta el sentido de pertenencia de los miembros de una sociedad. Desde una perspectiva opuesta, cuando ese sentido de pertenencia se erosiona –en vir- tud de un deterioro de los referentes de identidad (simbólico-culturales), se está a las puertas de un proceso de desintegración social que tendría a la base graves fallas en la integración cultural. Para comprender mejor el alcance de la afirmación que recién se acaba de hacer, es pertinente hacer una somera reflexión, primero, en torno a la relación entre cultura e identidad y, segundo, sobre el papel de la cultura en la formación de las identidades individuales y colectivas 4.

A. Cultura e identidad

Hablar de cultura e identidad no es fácil, por la confusión conceptual que suele acompa- ñar el debate sobre ambos temas. De aquí que la clarificación de los términos sea necesaria, como punto de partida para cualquier discusión posterior. Veamos, pues, qué es lo que se en- tenderá en estas páginas por “cultura” e “identi- dad”. Ante todo, se tiene que decir que hay distintas acepciones de la palabra “cultura”. Sin embargo, dos de ellas han marcado fuertemente los estudios culturales. La primera, más tradi- cional, puede denominarse “esencialismo cul- tural”, y consiste en entender la cultura como una esencia fija e inmutable. De alguna manera, esta visión de la cultura tiene sus raíces en el romanticismo, concretamente en autores como W. Dilthey, J. Herder y M. Scheller. Y es que si la cultura —concretada en creaciones literarias, tradiciones y costumbres— es entendida como la expresión del “espíritu” de un pueblo (y el espíritu es la “esencia del hombre” —Sche- ller— y lo que distingue a un grupo humano de otro —Dilthey—), entonces ella debe ser enten- dida como algo invariable y permanente en el tiempo. Comprender la cultura de una sociedad determinada, pues, supondría conocer su “espíritu”, lo más auténtico y propio de ella. Cada pueblo tiene su propio espíritu, su propia cultu- ra, y lucha por conservarlo y protegerlo de las “amenazas” provenientes del exterior. La razón de ello es que lo que está en juego en esa lucha no es sólo la identidad individual, sino la identidad colectiva.

Puede verse con facilidad la conexión existente entre esta noción de cultura y el na- cionalismo que surge a su amparo. Nacionalis- mo de distinto carácter y connotaciones, según fueron los contextos históricos particulares en el que el mismo se fue concretando. En Amé- rica Latina, es José Martí quien mejor recoge esta concepción de cultura, junto con sus im- plicaciones nacionalistas. Para él, lo más au- téntico de la civilización americana (su “alma propia”) fue alterado por la ingerencia de una civilización extranjera; esa alma está llamada a ser restaurada cuando los pueblos americanos reconquisten su libertad. Tal como lo dice el intelectual cubano:

“Interrumpida por la conquista la obra na- tural y majestuosa de la civilización ame- ricana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo extraño, no español, porque la savia nueva rechaza el cuerpo viejo; no indígena, porque se ha sufrido la injerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso; se creó un pueblo mestizo en la forma, que con la reconquis- ta de su libertad desenvuelve y restaura su alma propia. Es una verdad extraordinaria: el gran espíritu universal tiene una faz par- ticular en cada continente. Así nosotros, con todo el raquitismo de un infante mal herido en la cuna, tenemos toda la fogosidad ge- nerosa, inquietud valiente y bravo vuelo de una a raza original fiera y artística”.

La segunda acepción de la palabra “cultura” es de carácter instrumental, inspirada en la tradi- ción del funcionalismo antropológico. El prin- cipal animador de esta concepción es Bronislaw Malinowski, para quien la cultura cumple cua- tro “imperativos instrumentales”: organización económica, sistema normativo, organización de la fuerza, y mecanismos y agencias de educa- ción. Con todo, dice Malinowski, esos cuatro imperativos instrumentales no agotan todo el significado de la cultura, ya que “la maquinaria material de la cultura y el comportamiento hu- manos que se asocia a ella […] son reguladas y preservadas por el cuerpo del saber tradicional. Este hecho es posible gracias al lenguaje, el ins- trumento que permite al hombre formular reglas de validez universal y comprimirlas en concep- tos verbales”6 .

En este sentido, la cultura es una “reali- dad instrumental” porque también lo es el len- guaje, soporte fundamental de las creaciones culturales. Y la instrumentalidad de la cultura y el lenguaje son coherentes con el carácter práctico de la relaciones del hombre con su en- tono: “el hombre —sostiene Malinowski se enfrenta a la naturaleza y a los seres semejantes mediante una manipulación constructiva e ima- ginativa en cada situación que surge. Pero esta acción por previsión está siempre basada en la experiencia de éxitos y fracasos anteriores”.

Es indudable que la cultura posee con- tenidos instrumentales. El asunto es si la cultu- ra se reduce, en lo esencial, a esos contenidos. Además, si se acepta que ello es así, se corre el riesgo de entender a la cultura como un me- canismo de adaptación social, dejando de lado posibles lecturas de lo cultural que destacan su potencial emancipatorio. Y este potencial sólo puede reconocerse si, además de su función instrumental, se distinguen en la cultura las di- mensiones representativa (clasificar entidades y modelar los hechos), normativa (cuáles tipos de hechos son permitidos, obligados y prohibidos), valorativa (cuáles tipos de hechos son impor- tantes y deseables)8 y proyectiva (cuáles son los proyectos de futuro de una sociedad y cómo se los puede alcanzar).

Esta última dimensión merece ser des- tacada porque remite al tema de los recursos culturales que son necesarios para diseñar e im- pulsar, en la práctica, propósitos de carácter co- lectivo. “Los recursos culturales —señala Gui- llermo Bonfil— son todos los elementos de una cultura que es necesario poner en juego para definir un propósito social y alcanzarlo. Cual- quier proyecto, sea cual fuere su naturaleza, exige que se cumplan una serie de condiciones, que podemos entender como recursos culturales puestos en acción […], conocimientos, valores, formas de comunicación, códigos comunes para el intercambio de ideas y opiniones, emociones y aspiraciones compartidas; todos estos son re- cursos culturales”10 .

Llegados a este punto, podemos decir que la cultura debe ser entendida como un uni- verso de símbolos —mitos, creencias, tradicio- nes literarias, valores, normas que dan sentido y orientan la práctica de individuos y grupos en los componentes representativo, normativo y valorativo son destacados por Castaños F. y Flores J. I. en la voz “Cultura”. Una sociedad determinada. De hecho, no existe “la cultura”, sino más bien los procesos cultura- les que, en cuanto tales, no son esencias eternas. Esto es, las culturas, entendidas como procesos, están sujetas a transformaciones. Pero las muta- ciones culturales no suelen ser evidentes en la cotidianidad, sino que más bien se dilatan a lo largo del tiempo. Y ello porque las culturas po- seen una tendencia hacia la permanencia, espe- cialmente cuando el simbolismo que las alimen- ta se caracteriza por la rigidez, el dogmatismo o el fundamentalismo.

En las culturas, pues, hay una especie de dialéctica entre la permanencia y el cambio, pero también una especie de dialéctica entre la continuidad y la ruptura. Los cambios y las rupturas culturales se abren paso en medio de la continuidad y la permanencia. Esto es lo que explica el carácter híbrido de las culturas, las mezclas que las caracterizan y su ambivalencia. En el caso de América Latina, las culturas son un espacio de conflictos y contradicciones; y las hibridaciones que las caracterizan “no coexisten con la serenidad con que las experimentamos en un museo al pasar de una sala a otra. Para entender esta compleja, y a menudo dolorosa interacción, es necesario leer estas experiencias de hibridación como parte de los conflictos de la modernidad latinoamericana”.

Asimismo, las culturas sostienen esa dimensión de los individuos que llamamos identidad, que en cuanto tal tampoco es una esencia eterna o algo que podamos tomar entre las pal- mas de manos. En otras palabras, la identidad se construye simbólicamente, culturalmente. “La vida humana —dice J. M. Mardones— es una vida interpretada. A través del sentido que damos a la vida, interpretamos ésta y obtene- mos, en vez de una maraña de sucesos, un ovi- llo ordenado y estructurado. Nos encontramos con una identidad en la vida, es decir, con la posibilidad de reconocer un sujeto. Pero este no aparece dado desde un principio, sino que tiene que construirse. La vida individual aparece así como una historia que debe ser narrada”.

La identidad es, entonces, una narración que se construye. En esa construcción hay algo que se mantiene eso que hace que a lo largo de su vida el individuo se sienta el mismo, pero hay algo que cambia eso que hace que el individuo a lo largo de su vida no se sienta lo mismo—. Ser el mismo, pero no ser siem- pre lo mismo: en esto consiste el dinamismo de las identidades individuales. A esto fue a lo que apuntó Xavier Zubiri con su distinción en- tre “personeidad” y “personalidad”. La primera tiene que ver con realidad humana en tanto que sustantividad, mientras que la segunda tiene que ver con el hacerse de la existencia. O, en pala- bras de Zubiri, “la personalidad es algo que se va haciendo, que se va adquiriendo y formando, que incluso se puede ir deformando y perdien- do a lo largo de la vida, y que desde luego se va modificando en todo instante de ella. En cambio, la personeidad es algo que se posee desde el primer momento de la concepción, y que jamás varía: siempre se es el mismo”.

La identidad de cada cual —lo que cada cual es y la forma como cada cual construye narrativamente su identidad— se juega en una lógica de permanencia y de continuidad, pero también en una lógica de mutabilidad que, aun- que insensible en la cotidianidad de cada cual, se hace notar en momentos clave de las trayectorias personales. En no pocas situaciones, esas mutaciones se viven como una verdadera crisis, como resultado de la cual se producen no sólo renuncias importantes, sino cambios drásticos en las opciones y compromisos que hasta el mo- mento se habían asumido. Pero, además, el pro- blema de la identidad no atañe sólo a los indivi- duos, sino también a grupos y sociedades. Y en todos los casos se trata de un proceso de cons- trucción “que depende —en palabras de Manuel Antonio Garretón— tanto de procesos internos como de las relaciones e imágenes externas a ellos. El proceso de construcción de identidades es enteramente distinto a nivel individual, gru- pal o societal, y es un abuso intentar definir las identidades colectivas a partir de categorías in- dividuales o psicológicas: por ejemplo, la idea de ‘búsqueda del padre’ aplicada a las colectivi- dades. Y también lo es trasladar categorías co- lectivas a nivel de las identidades individuales: por ejemplo, definir a una persona sólo a través de categorías de clase social”.

En la actualidad, la construcción (y redefinición) de las identidades no es ajena a los influjos de la globalización. Porque esta última ha generado y está generando dinámicas cultu- rales que afectan universos simbólicos (culturas) establecidos en distintas sociedades y, en ese sentido, impacta las identidades forjadas al calor de esos universos simbólicos. Para el caso, la principal fuente de identidad en Amé- rica Latina, a lo largo del siglo XX, fue la identidad nacional estatal, “que servía de base a los otros tipos de identidades que quedaban en ge- neral subordinadas a ella. Este tipo de identidad se refiere a la elaboración de sentidos comunes frente a la naturaleza, el tiempo, la trascenden- cia, los otros, la imagen propia, la historia y su proyección, todo ello en referencia al ámbito del Estado-nación”.

En el contexto de la globalización, esa matriz identitaria está siendo drásticamente so- cavada, lo cual no quiere decir que haya sido abolida totalmente o que los influjos globalizadores se estén imponiendo sin resistencias. Por un lado, están las reacciones nacionalistas y ét- nicas que significan un rechazo en ocasiones extremo a la globalización. Por otro, están las hibridaciones en virtud de las cuales los influjos de la globalización se tejen con tradiciones culturales de carácter local o territorial. En esta se- gunda dirección, “las identidades se constituyen ahora no sólo en relación con territorios únicos, sino en la intersección multicultural de objetos, mensajes y personas procedentes de rumbos di- versos”16 . Y es que la globalización tiene una dimensión cultural de la cual conviene hacerse cargo, en tanto que la misma incide no sólo en las culturas establecidas, sino en las identidades fraguadas a partir de ellas.

B. Identidad, referentes simbólico- culturales y pertenencia

Ante todo, hay que decir que, desde siempre, las sociedades han generado referen- tes simbólico-culturales que no sólo han servido para dar respuesta a las preguntas últimas de sus miembros –preguntas por el sentido de la vida, los orígenes, la muerte, la felicidad, etc.—, sino para cosas menos existenciales, pero no menos importantes para los seres humanos, como la orientación práctica en la vida cotidiana, el res- peto a la autoridad, la identificación y reconocimiento de las jerarquías sociales, económicas y políticas, etc, es decir, para mantener integrada y cohesionada a la sociedad en torno a una de- terminada lógica de poder.

En este sentido, muchos de los referentes simbólico-culturales vigentes en una sociedad determinada son construidos desde las instan- cias de poder económico y político (o en beneficio de ellas) no sólo para legitimarlas, sino también para orientar las pautas de comporta- miento de los individuos que sean convenien- tes al orden establecido. También puede haber referentes que desafían la lógica del poder, pero éstos suelen, cuando no son asimilados a la ló- gica del poder, ser relegados a la marginalidad, donde grupos sociales minoritarios los mantie- nen vivos. Como quiera que sea, los referentes simbólico-culturales lo son porque son punto de referencia a los cuales se remiten consciente o inconscientemente los individuos para nutrir su imaginario personal, esto es, su propio y particular universo de símbolos, desde el cual se configura su identidad, se relacionan con otros, orientan su vida y toman sus decisiones cotidianas.

Identidad es pertenencia a una comuni- dad (imaginada e imaginaria); una pertenencia que se rehace permanentemente a partir de los nexos que los individuos establecen con sus res- pectivos contextos socio-culturales. La identidad se forja y se construye en la interacción de los individuos y los contextos. En este sentido la identidad es, en primera instancia, algo indi- vidual, algo subjetivo. Lo que se da en llamar identidad colectiva –identidad nacional, identidad étnica, identidad religiosa, identidad de clase, etc.no es más que la vinculación subjetiva del individuo a otros individuos con los cuales se identifica a partir de unos rasgos simbólicos

compartidos (pertenencia a un territorio, lengua, religión, raza, condición social, etc.). Esa vinculación compartida por varios individuos es la que nutre su identidad como grupo, en opo- sición a otros grupos y a los individuos que los conforman.

La identidad, por tanto, es siempre un proceso. La identidad nos hace ser como somos, en el plano individual, pero también como pertenecientes a un determinado grupo (una nación, una etnia, una secta religiosa, una cla- se social, etc.). Nos permite relacionarnos con los demás de un modo determinado, es decir, con quienes forman parte de nuestro grupo de referencia y también con quienes están fuera del mismo. Nos permite asumir e identificarnos con unas actitudes, valores, opciones de vida y comportamientos que son los nuestros, los que nos singularizan como individuos, pero que, a la vez, nos hermanan con quienes leen en ellos claves compartidas.

”La identidad sostiene Gilda Waldman constituye una autopercepción, un autorre- conocimiento, una representación autoa- signada desde la perspectiva subjetiva de los actores con respecto a su ubicación en el espacio social (…). En este sentido, sólo al darse una identidad, el individuo existe para sí y para los demás. Pero esta defini- ción de ‘identidad’ no implica otorgarle matices sustancialistas: la identidad emerge y se afirma como tal en su interacción con ‘otros’. La identidad es, así, la manera en que los miembros de un grupo se definen a sí mismos, pero también cómo son defi- nidos por los ‘otros’ con quienes entablan. El argumento que se acaba de formular es de claro corte individualista metodológico. Para una discusión acerca de la potencialidad analítica de ese tipo de enfoques en el estudio de fenómenos sociales complejos (como es el caso del tema de las identidades individuales y colectivas), Cfr., Gómez Rodríguez, A., Filosofía y metodología de las ciencias sociales. Madrid, Alianza, 2003, pp. 80 y ss.

Por lo dicho, los referentes simbólico culturales desde lo que se configura la identidad son construidos socialmente, esto es, no surgen por generación espontánea ni obedecen a designio divino alguno. Por ser sociales, son históricos, esto es, cambian y evolucionan en el tiem- po, no son inmutables ni eternos. En la misma línea, no son los mismos ni para toda sociedad a la que impactan de distinta manera, según los intereses y la condición de individuos y seg- mentos sociales— ni para una misma sociedad a lo largo del tiempo.

Distintos individuos e instituciones, trascendiendo su materialidad y temporalidad específicas, han adquirido en el transcurso de la historia de la humanidad el estatus de referentes simbólico culturales. ¿Cuándo es que ello ha sucedido? Ha sucedido cuando esos individuos o instituciones se han convertido en modelos a seguir, en referentes, a los cuales hay que referir los propios valores y la propia conducta. Guerreros, héroes militares y líderes religiosos fueron los primeros en trascender su carnalidad y limitaciones humanas, para convertirse en símbolos culturales.

Contemporáneamente, deportistas, artistas y magnates de los negocios son los nue- vos referentes simbólico-culturales. Desde el lado de las instituciones, tradicionalmente fueron la Iglesia y los ejércitos los que dotaron a sociedades e individuos de un modelo ideal de vida. Posteriormente, vinieron los partidos políticos por ejemplo, los partidos comunistas o la socialdemocracia europeaque no sólo aspiraban al poder político, sino que proponían un modelo de hombre y de sociedad anclados en valores éticos como la justicia, la solidaridad y la renuncia al egoísmo. En la actualidad, son los bancos, las fundaciones empresariales, las ONGs y los grandes medios de comunicación los que ofrecen a los individuos valores, opcio- nes y estilos de vida determinados.

No es la materialidad de un individuo o institución lo que lo convierte en referente simbólico-cultural, sino la conversión de ese in- dividuo o institución en un modelo a seguir por amplios grupos sociales. Héroes militares, líde- res religiosos, deportistas, artistas, empresarios, fundaciones, marcas… Todas estas figuras individuales o instancias institucionales se han con- vertido en referentes simbólico-culturales por diferentes sociedades tanto en el pasado como en el presente. Tradicionalmente, fueron los fas- tos religiosos o las celebraciones fundacionales las que sirvieron de escenario y plataforma para la erección de personas o instituciones en refe- rentes simbólico-culturales. En esas ocasiones, se hacía público –se exponía a la vista de todos la magnificencia de tal o cual persona o institución, no sólo resaltando sus virtudes, sino vinculándolas a un mandato divino. El invento de la palabra escrita se convirtió en un instrumento privilegiado para fijar esas virtudes y ese vínculo divino. Las nuevas generaciones pudie- ron leer las narraciones sobre los héroes e insti- tuciones convertidos en símbolos, en referentes de conducta individual y social.

En suma, la identificación de los indivi- duos con quienes expresan esas virtudes afianza su identificación con la sociedad y con el orden imperante en ella. Esto es, cuando se configura la identidad individual –a partir de la asimila- ción/interiorización de un conjunto de referen- tes simbólico culturales— se fragua también el sentido de pertenencia individual a un todo mayor, del cual son hijos e hijas privilegiados quienes han sido convertidos en modelos a se- guir, pues encarnan los mejores atributos, aspi- raciones e ideales de ese todo que, como reali- dad imaginada e imaginaria, trasciende a cada individuo en particular.

Quizás en los primeros tiempos del re- corrido humano sobre la tierra los dinamismos de integración social y cultural referidos fueron dejados al azar; sin embargo, las más antiguas civilizaciones –en Mesopotamia y Egipto— die- ron vida a una primera institucionalización de este proceso de integración socio-cultural, a par- tir de la realización de actividades (edificación de monumentos, identificación expresa de lide- razgos militares, políticos y religiosos, difusión pública de narrativas mitológicas, mecanismos de selección y adiestramiento religioso, político y militar para niños y adolescentes, etc.). Con todo, fue la escolarización de ese proceso lo que marcó una verdadera revolución cultural en la historia de la humanidad. Y hasta donde se sabe fueron los griegos, en los siglos IV y V antes de Cristo, los que dieron ese paso trascendental al concebir, en el marco de su paideia 19, la escuela

como espacio de educación sistemática –física y espiritual— de las nuevas generaciones. Como señala Antonio Gómez Robledo, en la visión de Platón, “la educación… no podrá ser exclusiva- mente intelectualista, y ni siquiera podrá tener ese carácter en sus primeras etapas, en la niñez y en la adolescencia, cuando lo irracional, por imperativos biológicos inderogables, predomi- na sobre lo racional. Habrá que apelar por tan- to, en esas edades, sobre todo a la imaginación y al sentimiento, a fin de despertar en primer lugar el amor de lo bello (…); de lo bello mo- ral desde luego, pero siempre bajo la razón de la belleza… No será sino muy posteriormente, cuando del amor a la belleza se pase al amor de la verdad (…), cuando la demostración racional podrá absorber por completo el magisterio de las ciencias y la filosofía”20 .

C. La escuela y los procesos de integración social y cultural

Con la creación de los sistemas edu- cativos formales, la escuela se convierte en el mecanismo de transmisión de los referentes simbólico-culturales forjados en el pasado, pero también de los que se están forjando en el presente. Es en la escuela que se enseña a las nuevas generaciones quiénes son los héroes –y, por tanto, los modelos a seguir— del pasado y del presente. Fundadores de la nación, próceres, caudillos militares, líderes políticos… Cada uno en su momento, ha ido ocupando un sitial de honor en el universo de referentes simbólico- culturales transmitido, desde la escuela, a los individuos.

Obviamente, el proceso educativo no se reduce al cultivo y transmisión de símbolos de

19 Cfr.. Jeager, W., Paideia. México, FCE, 1985. 20 Gómez Robledo, A., Platón. Los grandes temas de su filosofía. México, FCE, 1986, p. 515.

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pertenencia a la nación o a la patria, pues abarca el cultivo y transmisión de otros componentes importantes de la cultura: conocimientos cien- tíficos y filosóficos, arte y técnica, así como há- bitos, creencias y valores que son los que mol- dean la personalidad y el talante de quienes se ven involucrados en el mismo. En esencia, la escuela es forjadora de universos simbólicos, en cuyo marco los individuos encuentran los re- ferentes de identidad personal y de pertenencia que son los que dan sentido a sus vidas. El pro- ceso educativo ciertamente ofrece a los miem- bros de la sociedad conocimientos específicos, habilidades y destrezas para su participación activa y creativa en las dinámicas de reproduc- ción material de la sociedad. De este modo, el proceso educativo contribuye a la integración social vista desde sus requisitos materiales: con los conocimientos, las habilidades y destrezas adquiridos en la escuela los individuos están en condiciones para integrarse a los circuitos pro- ductivos o de servicios propios de la sociedad en la que viven. Quienes se ven excluidos del proceso educativo, en consecuencia, tienen se- veras dificultades para integrarse a la sociedad, siendo fuertes candidatos a la exclusión socio- económica.

De aquí la importancia de la educación para la integración social. Los reformadores sociales lo han sabido desde siempre: la edu- cación es un mecanismo no tanto de ascenso social –que también lo es–, sino de inclusión socio-económica y, por ello, de integración so- cial. Visto desde el lado contrario, la exclusión educativa genera exclusión socio-económica y, en definitiva, desintegración social. Aunque al respecto se tiene que precisar que la exclusión educativa suele ser expresión de una desigual-

dad socio-económica previa, que no sólo se ve agudizada por la primera, sino que es imposible de corregir en sus aristas más hirientes si aquélla no es extendida a la mayor cantidad de miem- bros de la sociedad. O sea, el proceso educativo –su ampliación y democratización— puede ser una llave para atacar la exclusión socio-econó- mica y la desintegración social que, al menos potencialmente, puede derivarse de la misma.

Pero hasta ahora se ha destacado la con- tribución de la educación a la integración mate- rial de la sociedad. Este aporte, con todo y ser de primera importancia, no es el único. Y es que hay otro, sin duda de mayor relevancia so- cial: la contribución del proceso educativo en la formación de la visión de mundo –la cosmo- visión— de los individuos. Pocos pensadores tuvieron la perspicacia y audacia intelectual que tuvo Antonio Gramsci para valorar, en sus jus- tos términos, el papel de la educación como ge- neradora de una visión de mundo, lo cual apun- ta directamente al aporte de la educación a la integración cultural de la sociedad. Es decir, en el proceso educativo los miembros de la socie- dad no sólo adquieren habilidades y destrezas, sino un conjunto de conocimientos, creencias y valores a partir de los cuales orientan sus prácti- cas cotidianas y dan sentido a su vida individual y colectiva. Dicho de otro modo, mediante el proceso educativo los miembros de la sociedad asimilan subjetivamente –en una dinámica que es también intersubjetiva— un conjunto de re- ferentes simbólico culturales a partir de los cua- les perfilarán su identidad y su sentido de perte- nencia.

En la interpretación de Gramsci, el pro- ceso educativo es central en lo que él llama do-

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minación hegemónica de un proyecto histórico determinado 21. Una cosa es el consenso y otra la coerción: cuando existe el primero, la clase que domina al conjunto de la sociedad –a la que quiere imponer su proyecto histórico— lo hace con el consentimiento de los dominados; cuan- do ese consentimiento –ese consenso— no exis- te lo que impera es la coerción. La hegemonía de una clase sobre el conjunto de la sociedad consiste en su dominación moral y cultural. De ahí que toda nueva clase que aspire a imponer su hegemonía –como sucede en la perspectiva de Gramsci con la clase obrera— deba generar el “clima cultural” que le permita apuntalar cul- turalmente su propio proyecto histórico. En este punto, la labor educativa adquiere un lugar es- tratégico.

“Es por ello –sostiene Graciela Hierro— que Gramsci señala la necesidad de estar consciente de este hecho con el objeto de lograr el propósito central de la labor educa- tiva que se propone: la creación de la cultura proletaria. En esta forma se intenta consti- tuir un ‘nuevo clima cultural’. Este último concepto se define como la homogeneidad del interés común entre las masas y los in- telectuales, en una misma concepción del mundo que es preciso reconstruir con base en la educación. El bloque cultural no sólo es intelectual, también es moral. Por ello el intelectual debe sostener una relación maes- tro-alumno, donde: ‘cada maestro es siem- pre un alumno y cada alumno un maestro’. Esta relación debe extenderse a todas las re- laciones sociales convirtiéndose al conjunto social en una gran escuela, por decirlo así, donde pueda surgir el verdadero progreso

de las masas, y no sólo de un escaso grupo de intelectuales, como hasta ahora ha sido el caso. La revolución educativa que propug- na Gramsci se logra en la medida en que se universaliza el mismo ‘clima cultural para todos’. Entiende claramente Gramsci que el problema pedagógico es el problema de una estructura social en su conjunto, y sólo considerándolo en sus dimensiones reales, la educación puede promover el desarrollo efectivo, tanto de la masa como del indivi- duo que la forma”22.

La educación, como proceso de forma- ción moral y cultural, de los miembros de la so- ciedad apunta a formar personalidades íntegras, prácticas y teóricas, éticamente comprometidas con su realidad. En este sentido, esta formación educativa “no es sólo individual y subjetiva sino una operación compleja en la que los elementos individuales y subjetivos se asocian a los ele- mentos de masas, objetivos o materiales, con los que el individuo se encuentra en unas rela- ciones de acción recíproca. Conviene también precisar que, si bien la síntesis de dichos ele- mentos es individual, ésta se realiza por medio de una actitud que está en conexión recíproca con el exterior —la naturaleza y los otros hom- bres— realizando un progreso ético que sería vano considerar individual”23. Asimismo, según Gramsci,

“para educar es necesario un aparato cultu- ral a través del cual la generación anterior transmita a la generación de los jóvenes toda la experiencia del pasado —de las ge- neraciones pasadas— y les haga adquirir sus inclinaciones y hábitos. Incluso los físicos y

21 Cfr., Gruppi, L, El concepto de hegemonía en Gramsci. México, Ediciones de Cultura Popular, 1978. 22 Hierro, G., Gramsci y la educación. Universidad Nacional Autónoma de México. http://www.anuies.mx/servicios/p_anuies/publicaciones/revsup/ res038/txt2.htm. 23 Laso Prieto, J. M., “Las ideas pedagógicas de Antonio Gramsci”. Signos de Teoría y práctica de la educación. Número 4, julio-diciembre 1991, p. 4.

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técnicos que se adquieren con la repetición. Esta transmisión de contenidos culturales de la vieja a la nueva generación se reali- za especialmente a través de la escuela. Es decir, de la obra del maestro que en su tra- bajo realiza el nexo instrucción-educación, ya que para Gramsci no puede existir, al menos en teoría, una instrucción sin educa- ción… maestro no es sólo el que enseña en la Escuela, sino que el verdadero maestro, el educador, es aquel que representando la conciencia crítica de la sociedad, y teniendo en cuenta el tipo de hombre colectivo que se encuentra representado en la Escuela, asu- me el papel de moderador entre la sociedad en general y la sociedad infantil en desarro- llo. Es también educador y quien secunda estimula el proceso evolutivo a través de la búsqueda de un equilibrio dinámico y dia- léctico entre imposición social e iniciativa autónoma del individuo. Gramsci considera también al maestro como intelectual, es de- cir, como un dirigente (especialista político) que trabaja en el campo de la educación di- fundiendo la ideología del bloque histórico dominante o tratando de elaborar la hege- monía del nuevo bloque emergente. De ahí la necesidad de que el educador sea también educado ya que, según la célebre Tercera tesis de Marx sobre Feuerbach, ‘la doctri- na materialista de que los hombres son el producto del ambiente y que, por lo tanto, los cambios en los hombres son el de otros cambios en el ambiente no tiene en cuenta de que también los hombres puedan modi- ficar el ambiente y de que el educador debe ser a su vez educado”.

En definitiva, la escuela –y el proceso educativo que se gesta en ella— es crucial para la integra- ción social y cultural de la sociedad. Con todo, es ineludible plantearse la situación y el papel de la escuela –y de la educación— en el mo- mento actual, caracterizado por los influjos eco- nómicos, políticos y culturales de la globaliza- ción. En efecto, en la actualidad la transmisión de referentes simbólico-culturales ya no se hace sólo y privilegiadamente desde la escuela. En un contexto de globalización acelerada, los me- dios de comunicación se han convertido en las grandes plataformas tanto para la transmisión de referentes simbólico-culturales como para su creación. Este papel privilegiado de los medios de comunicación se explica –tal como señala N. García Canclini, al hacer una reflexión más amplia sobre el papel de los medios en América Latina— por: “a)su enorme poder tecnológico y económico para comunicarse con la mayoría de la población, entretejer la cotidianidad local con redes de información y diversión nacionales y globales; b) la declinación de los organismos estatales y la baja capacidad de los agrupamien- tos societales para asumir esas funciones de co- municación a gran escala, y aun para compren- der la dinámica y el valor socio-cultural de esas redes comunicativas; c) las presiones derivadas de las altas inversiones mercantiles requeridas para producir en forma industrial y comunicar masivamente radio, televisión, cine e informá- tica” 24.

En virtud de su enorme poder, los me- dios de comunicación, a la vez que crean esos referentes, los hacen públicos, los proyectan a la sociedad, los masifican; en última instancia, les otorgan una “identidad de marca” (Naomi Klein). Ello está en sintonía con el nuevo giro

24 García Canclini, N. “La reinvención de lo público en la videocultura urbana”. En García Canclini, N. (Coordinador), Reabrir espacios públi- cos. Políticas culturales y ciudadanía. México, UAM, 2004, p. 213.

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de la teoría del marketing –giro que alcanza su mayor desarrollo en la década de los años no- venta—, según el cual –tal como sostiene N. Klein— “hasta los más ínfimos recursos na- turales, si se procesan bien, pueden desarrollar identidades de marca, permitiendo así aumentar su precio”25 . Hacer de determinadas figuras e instituciones una identidad de marca –al igual que sucede con Nike, Adidas, Tommy, IBM, Ca- terpillar, Calvin Klein, Benetton, etc.— es con- vertirlas en algo bueno y deseable; mejor aun, en un estilo de vida, en un referente simbólico- cultural.

No es que los fastos religiosos, las ce- lebraciones fundacionales o los torneos de- portivos hayan desaparecido como gestores- transmisores de referentes simbólico-culturales. Tampoco la escuela ha dejado de jugar un papel importante en ello. Lo que sucede es que aque- llos fastos, celebraciones y torneos han multi- plicado sus efectos al entrar en la esfera de los medios de comunicación. Pero no se trata sólo de que usan a los medios de plataforma de lan- zamiento, sino que han asimilado una lógica mediática como estrategia de promoción. La lógica mediática está gobernada por la creación de imágenes, descontextualizadas y estandari- zadas. En ella, se silencia a la palabra y se privi- legia el sentimiento, la emoción y el drama. Se elimina la racionalidad de la vida pública y se hace del ciudadano un testigo resignado y com- placiente de los hechos26 . La lógica mediática, gobernada cada vez más por las exigencias de la publicidad, apunta a la creación de marcas, es decir, símbolos reconocidos por todos como algo deseable, bueno y consumible.

Es esta lógica la que se ha apoderado de las instancias tradicionales generadoras de re- ferentes simbólico-culturales –como las plazas públicas, las organizaciones políticas o las ce- lebraciones religiosas y deportivas—. Para los actores de aquellas instancias –caudillos, líde- res religiosos, dirigentes políticos, figuras de- portivas—, estar en los medios es una cuestión de vida o muerte; pero también lo es someterse a la lógica mediática, esto es, convertirse en una marca, ser una viñeta. ¿Y la escuela? La escue- la, sin haber sido atrapada por la lógica mediáti- ca, sobrevive arrinconada, ante la embestida de unos agresivos medios de comunicación que le disputan su papel en la formación y difusión de referentes simbólico-culturales.

III. El Salvador: cultura, educación e integración social

Hoy por hoy, la situación de El Salvador en materia de integración social es francamente calamitosa, al punto de dar señales preocupan- tes de una evidente –y hasta ahora indetenible— desintegración social. Los síntomas son muchos y variados, pero destaca por su gravedad –y por sus efectos disolventes sobre la vida colecti- va— la violencia en sus múltiples dimensiones. La expresión más llamativa y trágica de esa des- integración social son las maras o pandillas, que no sólo han roto sus vínculos con el orden social vigente –en el plano normativo y de convivencia con sus semejantes—, sino que se han vincula- do al crimen organizado que constituye un sub- mundo aparte, que opera al margen y en contra de la ley, y que positivamente genera dinámicas que socavan la integración social. Porque el cri- men organizado es, además de foco de violen-

25 Klein, N., No logo. El poder de las marcas. Barcelona, Paidós, 2000, p. 53. 26 Cfr. “Iconogracia versus democracia: el poder totalitario de la cultura de la imagen”. ECA, No. 667, 2004, p. 383.

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cias que alteraran dramáticamente la conviven- cia social –secuestros, extorsiones, crímenes asociados al narcotráfico, contrabando y venta de armas, prostitución, robo y contrabando de vehículos, etc.— generador de espacios/territo- rios ajenos al control estatal-gubernamental en los cuales impera una normatividad y unos cri- terios de convivencia, regidos por el abuso, la fuerza, el miedo y la impunidad, que socavan la integración social.

A lo anterior se suma, como otro sínto- ma de desintegración social, el sentimiento de desarraigo (y, con ello, de erosión del sentido de pertenencia) que pareciera irse generalizan- do entre amplios sectores de la sociedad salva- doreña. Cada vez más, en sectores sociales sig- nificativos del campo y la ciudad, entre jóvenes y adultos, mujeres y hombres, se afirma la idea de que en este país se está paso, para mientras se dibuja en el horizonte personal y familiar la posibilidad emigrar hacia el extranjero, princi- palmente hacia Estados Unidos. La expectativa de echar raíces, de establecer vínculos de largo plazo el país en el que se ha nacido es suma- mente débil, especialmente entre la juventud, cuya meta es salir cuanto antes y en la primera oportunidad de El Salvador. Estar de paso, no pensar en labrar lazos duraderos con la comuni- dad en la que se ha nacido significa no sentirse parte de ella ni sentirla como propia. Más aún, significa ser indiferente a lo que pueda ser de ella y no estar dispuesto a asumir compromi- so alguno con sus normas o instituciones, con sus problemas ni con quienes están dispuestos a hacer algo para superarlos. Sin sentido de per- tenencia lo que hay es indiferencia: al fin y al cabo, da igual cómo vayan las cosas, pues nada más se está aquí de paso, para mientras, en un

país que se ve como algo ajeno, como algo hos- til.

Porque la contracara del desarraigo y la erosión del sentido de pertenencia es la hos- tilidad de un país que no ofrece a quienes na- cen en su seno las posibilidades de realizarse, de manera mínimamente plena, como personas humanas. Y es que, junto con el desarraigo y la erosión del sentido de pertenencia, la hostilidad de El Salvador hacia sus hijos e hijas genera una frustración individual y colectiva que, a falta de cauces institucionales que la canalicen, conta- mina la vida cotidiana de una violencia que se convierte en válvula de escape ante las miserias, contrariedades, fracasos y cierre de opciones de todos los días27 . La sociedad salvadoreña actual muestra síntomas evidentes de ser una sociedad afectada por una grave anomia en el sentido que dio McIver al término: “‘estado de ánimo’ del individuo, cuyas raíces morales se han anulado: se percibe como espiritualmente estéril, se vuel- ve escéptico frente a la afirmación de valores universales y entra en una filosofía de la nega- ción, sin futuro ni pasado”28 .

En la raíz de los síntomas de desintegra- ción social que se ha apuntado se tienen ex- clusiones reales –económicas y sociales— que generan marginalidad y pobreza en amplios sec- tores de la sociedad salvadoreña. O sea, se trata del deterioro material de las condiciones de vida de la mayor parte de la sociedad, de la vulnera- bilidad socio-natural en la que vive una buena parte de sus miembros. Qué duda cabe de que esta es la base material de los síntomas de des- integración social que caracterizan a la sociedad salvadoreña actual. En El Salvador, pues, exis- ten dinámicas de exclusión que socavan, en sus

27 Cfr., González, L. A., “El Salvador en la postguerra: de la violencia armada a la violencia social”. Realidad, septiembre-octubre de 1997, pp. 441-258. 28 Del Acebo Ibáñez, E., Brie, R. J., Diccionario…, p. 31.

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fundamentos, las posibilidades de integración social. La exclusión socio-económica disgrega a la sociedad, en cuanto que condena a secto- res significativos suyos a la precariedad. Y eso es precisamente lo que sucede en El Salvador actual, en donde el modelo económico vigente es incapaz de asegurar la integración material de la sociedad. “Esta precariedad guarda una estrecha relación con la incapacidad del aparato productivo para generar niveles adecuados de empleo, tanto en términos de puestos de trabajo como en términos de salarios acordes con las necesidades básicas de los salvadoreños y sal- vadoreñas. Desempleo, subempleo y salarios bajos se traducen en dificultades permanentes para acceder a una vivienda digna y segura, así como a niveles adecuados de salud y educación. La pobreza extrema es la expresión más aguda de esa precariedad social, que afecta a la mayor parte de salvadoreños y que es inseparable de la desarticulación estructural de un aparato econó- mico cada vez más transnacionalizado. En otras palabras, el modelo económico establecido ge- nera vulnerabilidad. Y en la raíz de la vulnera- bilidad está la pobreza”29 .

La desintegración material de la socie- dad salvadoreña tiene su correlato en una débil y compleja integración cultural. Recordemos algo que se apuntó más arriba: la integración cultural viene dada por el hecho de compartir un marco de referencia normativo-axiológico que prescribe las acciones sociales. Pues bien, en El Salvador actual pareciera no existir un marco de referencia normativo-axiológico que prescriba el deber ser de las acciones sociales, desde un horizonte ético-moral que tenga como referen- cia valores humanos fundamentales. Y es que, al contrario, valores humanos fundamentales

–principalmente, el respeto a la vida, a la dig- nidad y a la integridad de los demás— son piso- teados en cualquier circunstancia y lugar, y por cualquiera que tenga el poder para hacerlo, con total impunidad. Elevadas cifras de homicidios constituyen la prueba más firme del deterioro moral de la sociedad salvadoreña; pero también son prueba firme de ese deterioro la saña con la que se asesina, la indefensión de las víctimas, la prepotencia, los alardes de fuerza y el modo de proceder de los victimarios. A los homici- dios se suman las extorsiones, las amenazas, los chantajes, la violencia en las calles, la violencia intrafamiliar, los abusos en el trabajo… Todo esto pone de manifiesto la ausencia de un mar- co normativo axiológico firme, que prohíba ha- cer daño a los demás, especialmente a los más débiles y desprotegidos de la sociedad; niños y niñas, ancianos y ancianas, jóvenes y mujeres.

Agudo deterioro moral y espiritual: esa es la condición de la sociedad salvadoreña en estos momentos. Asimismo, el deterioro moral y espiritual es también deterioro cultural. No se tiene que ser sabio para percibirlo; sólo basta con tener la suficiente sensibilidad y no haberse dejado atrapar –del todo— por la frustración, el desarraigo y la pérdida de sentido. Y es que la cultura –en el sentido amplio de creencias, valo- res, costumbres y hábitos cotidianos— es la que orienta las prácticas individuales y colectivas; es la cultura la que sostiene la subjetividad in- dividual, dotándola de los referentes simbólicos que establecen –entre otras muchas cosas— lo que se debe o no se debe hacer. Cultura es cul- tivo: de valores, creencias, normas, estilos de vida, hábitos cotidianos. Se cultiva –y por eso la palabra cultura está ligada al agro: agricul- tura— para vivir, para que la vida individual

29 González, L.A., Rodríguez, R., Funes, M., “Juventud en El Salvador. Realidad y desafíos”. Instituto de Investigación Social, Octubre-Noviem- bre-Diciembre, 2008, pp. 30-31.

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y colectiva se pueda realizar sin precariedades y amenazas que la pongan en peligro. Por ex- tensión, la cultura es –debería ser— cultivo de símbolos, creencias, costumbres y modos de ser que doten de contenido humano a las relaciones sociales. Es decir, el sentido de la cultura como cultivo es fortalecer los vínculos sociales, dotar- lo de significado, anclarlos en aquellos valores humanos que permitan que la vida de los hom- bres y las mujeres sea feliz y segura.

Por supuesto que la cultura puede ser el cultivo de creencias, (anti) valores, modos de ser y de obrar que atenten contra la vida, que la desprecien y que vean en todo que lo se le asocia algo a destruir. O sea, puede haber –y de hecho la ha habido y la hay— una cultura de la muerte, para la cual la vida es lo que menos im- porta. No otra cosa es la cultura de la violencia que ha echado raíces en El Salvador desde hace casi tres décadas y que, a estas alturas, ha mol- deado la cosmovisión y los hábitos de amplios sectores de la sociedad. Esa cultura de la violencia –que tiñe el conjunto

“Si por cultura entendemos el cultivo de la realidad, cultivamos la muerte y, por lo tanto, cosechamos más muerte. Es una cul- tura tan universalizada que la muerte vio- lenta se vuelve algo normal e inevitable, con lo cual se aprende a convivir, tal como la sociedad aprendió a hacerlo con la gue- rra durante más de una década. Aceptar este planteamiento equivale a pactar con la muerte. De hecho, casi el 60 por ciento de los encuestados en el área metropolitana de San Salvador, como parte del estudio AC- TIVA [en 1997], afirma el derecho a matar

para defender a la familia. Cerca del 40 por ciento mataría a quien violó a su hija y otro porcentaje igual no lo haría, pero lo aproba- ría. El 21.6 por ciento aprobaría que se diera muerte a quien asusta a la comunidad y el 47.4 por ciento lo comprendería. Reaccio- nes parecidas se encontraron en el caso de la limpieza social: el 15.4 por ciento aprobaría matar a los indeseables y otro 46.6 por cien- to lo comprendería (Instituto Universitario de Opinión Pública, Boletín de Prensa, Año XII, No 5).

La transición de postguerra con sus carencias y limitaciones ha contribuido a generar las circunstancias que alimentan la persistencia de la cultura de la violencia, pero a ello hay que agregar el individualis- mo neoliberal, las conductas sociopáticas, la débil institucionalidad estatal, la circula- ción no controlada de armas, el abuso del alcohol y las drogas, y la pobreza. Ninguna de estas razones da cuenta del fenómeno de la violencia por sí sola, sino que todas ellas contribuyen a conformarlo, unas más que otras, por supuesto. El fenómeno tiene en- tidad suficiente para considerarlo en sí mis- mo, tanto que la Organización Panamerica- na de la Salud define la violencia como una epidemia, puesto que es una de las causas principales de muerte en El Salvador”30 .

de las relaciones sociales con la mancha oscura del miedo y la incertidumbre— corre pareja con una cultura globalizada que promueve un estilo de vida consumista, dominado por las marcas, individualista, inmediatista y del éxito fácil. Asimismo, la cultura globalizada se tamiza con

30 “La cultura de la violencia” (Editorial). ECA, No. 588, octubre de 1997.

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la cultura de la violencia, reforzando sus diná- micas más perniciosas, así como con resabios de la cultura oligárquico-autoritaria que, pese al paso del tiempo, aun se mantienen presentes en la conciencia colectiva. Y es que, en efecto, tal como se sostiene en un editorial del semanario Proceso:

“Muchos de los influjos de esa cultura de la globalización se hacen sentir en El Sal- vador actual. De hecho, no hay que probar que la sociedad salvadoreña es una socie- dad invadida por las marcas. Eso es más que evidente. Lo interesante es explorar cómo algunos de los valores culturales glo- balizados se cruzan con otros valores más arraigados en el universo simbólico de los salvadoreños y salvadoreñas. Uno de estos valores más tradicionales es el valor de la “viveza” del salvadoreño o, en otras pala- bras, esas características de “hacelotodo” y “vendelotodo” que el poeta Roque Dalton destacó en su famoso “Poema de amor”. La viveza es un valor porque, en el imaginario del salvadoreño, “ser vivo” es algo bueno, en oposición a ser lento, a quedarse reza- gado, a no rebuscarse. Dalton supo ver que esa viveza coexistía con una tristeza radical, porque los salvadoreños son los tristes más tristes del mundo.

El poeta captó dos elementos bien afianzados en la identidad cultural del sal- vadoreño: el querer siempre ser los prime- ros —ser los más vivos en todo— junto con una tristeza que se traduce fácilmente en pasividad y conformismo. Pues bien, ese

valor de la viveza ha sido reforzado de ma- nera brutal por la cultura del éxito fácil. De manera que bajo el influjo de ese aspecto de la cultura globalizada la viveza del salva- doreño ha sido alentada pero en la línea de hacerse de bienes que simbolicen prestigio, comodidad y haber triunfado en la vida. La búsqueda del éxito fácil no conoce límites ni legales ni éticos, porque es una especie de bien superior. Los salvadoreños y salva- doreñas buscan frenéticamente las llaves de ese éxito, al cual creen acercarse, algunos y algunas, con el celular robado al primero que se cruza en su camino. Pero ese acti- vismo desenfrenado en pos del éxito —un éxito que no es tan fácil como se pinta en las marcas y en la vida de deportistas y ar- tistas— coexiste con valores que alientan el conformismo, la pasividad y la renuncia a compromisos colectivos.

Es decir, la cultura del éxito fácil — fuertemente individualista y privatizada— coexiste con un conformismo de raíces pro- fundas, alimentado por valores religiosos y políticos totalmente conservadores. Son las dos caras del ser salvadoreño actual: por un lado, un activismo frenético en pos del éxi- to fácil (de los bienes que lo simbolizan); y por otro, conformismo político y aceptación pasiva de lo establecido en la esfera públi- ca. Ambas dinámicas identitarias están sos- tenidas por valores que tensionan las vidas individuales, pero que en el fondo se com- plementan”31 .

31 “Implicaciones culturales de la globalización”. Proceso, 1244, 6 de junio de 2007, pp. 2-3.

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Los salvadoreños y salvadoreñas de esta pri- mera década del siglo XXI expresan en su vida individual y en sus vínculos colectivos –fami- liares, comunitarios y sociales— esa mezcla de referentes, valores y modos de ser generados por esas diversas lógicas culturales no siempre coherentes entre ellas. Esto es fuente de tensio- nes personales, familiares y sociales, en tanto que, en muchas ocasiones, un influjo cultural determinado –por ejemplo, el que promueve el éxito a cualquier precio— puede chocar con otro –por ejemplo, uno proveniente de la ma- triz cultural oligárquico-autoritaria, que llama a la aceptación pasiva del destino—, generando severos conflictos tanto en el ámbito de la iden- tidad como en el de las opciones.

¿Qué papel juega la educación en este escenario? Pues bien, visto en su conjunto el proceso educativo, en las últimas tres décadas, no ha tenido la fuerza –ni la visión ni la creati- vidad– para contener el curso de las dinámicas culturales predominantes. Sus mejores esfuer- zos –en verdad excepcionales— por dar cabi- da a la cultura como cultivo de la vida y sus valores fundamentales se diluyeron, como algo marginal e irrelevante, en el envolvente mar de la cultura de la violencia, la cultura globalizada (neoliberal) y los resabios culturales del autori- tarismo oligárquico tradicional. En su quehacer normal y cotidiano, la educación salvadoreña – desde la parvularia hasta la universidad— hizo sus propios aportes a las dinámicas culturales predominantes, dando carta de ciudanía –en las aulas— a valores, creencias, estilos de compor- tamiento y hábitos proclives al uso de la fuerza, el abuso sobre los más débiles, el consumismo, el individualismo, la ambición personal, las an- sias de éxito a cualquier precio, la superficiali-

dad, el inmediatismo, la indiferencia y la falta de un espíritu crítico.

Como reconocen las personalidades más críticas de este país –y lo revelan los datos— en los últimos treinta años la educación salvadore- ña no sólo siguió siendo excluyente como en el pasado –por más que se avanzara en la cobertu- ra en algunos de sus niveles—, sino que su ca- lidad cayó muy por debajo de lo tolerable. Uno de los síntomas del deterioro cultural de El Sal- vador es, sin duda alguna, la debacle de la edu- cación pública, de la cual no se salva –o sólo se salva por muy poco— la educación privada. El mercadeo de la educación privada podrá decir lo contrario, pero el fracaso cultural de la edu- cación en razón de su baja calidad afecta al con- junto de la educación nacional. A estas alturas, la apuesta por la privatización de la educación –cuya condición fue el abandono de la educa- ción pública— se ha revelado como uno de los grandes fracasos de la gestión educativa de la derecha; un fracaso que se llevó de encuentro a las generaciones (niños, niñas y, adolescentes) que quedaron en manos de “facilitadores”, con- sultores y administradores de la peor especie, anuentes con la mediocridad intelectual y con la formación de consumidores y consumidoras en vez de ciudadanos y ciudadanas.

A los bajos niveles en la calidad edu- cativa –lo cual se traduce en una pobre forma- ción científica y técnica— se suma algo igual o mucho peor: la contribución de la educación al deterioro moral y cultural de la sociedad salva- doreña. Porque la educación, lejos de servir de contrapeso cultural a la cultura de la violencia, a la cultura globalizada y a la cultura autoritaria tradicional sirvió de eco suyo en las aulas, mul-

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tiplicando sus efectos perniciosos en niños, ni- ñas y adolescentes. Quienes, en las últimas tres décadas, pasaron su niñez y adolescencia en las aulas salvadoreñas tuvieron pocas posibilidades de encontrar en ellas una cultura-cultivo que les permitiera no sólo distanciarse críticamente de la cultura predominante, sino convertirse en forjadores y forjadoras de un nuevo hacer cultu- ral. Los costos sociales y culturales de ello son incalculables; su impacto sobre la integración cultural ha sido absolutamente negativo.

El Salvador es un país en el que son ino- cultables los síntomas de desintegración cultu- ral. En casi tres décadas, la educación no sólo dio la espalda a las amenazas desintegradoras que se dibujaron en el horizonte y que luego se hicieron realidad, sino que, directa o indirecta- mente, obró a favor de ellas. La reforma mo- ral y cultural de la sociedad salvadoreña –en un sentido parecido al que quería Antonio Gramsci para la Italia de su época— supone como con- dición sine qua non una profunda renovación educativa. Una renovación que, inspirada en un humanismo integral, haga del proceso educa- tivo un mecanismo de ruptura –a partir de su cuestionamiento radical— con las lógicas cultu- rales predominantes y un principio de creación de una nueva lógica cultural (con su saber y ha- cer correspondientes), inspirada en los valores humanos fundamentales y en la democracia. La calidad educativa –artística, filosófica, científi- ca y técnica— debe ser uno de los propósitos esenciales de esta renovación educativa; pero no debe ser el único. Un propósito de mayor alcance –en absoluto incompatible con el ante- rior— debe apuntar a la formación de una nueva visión de mundo, en la cual el ser humano inte- gral –con sus derechos humanos fundamentales

y en relación con sus semejantes—, sea el eje de referencia privilegiado. Como escribe Abraham Magendzo:

“ciertamente, la cultura autoritaria, jerárqui- ca, no dialogante, poco participativa, son de las prácticas que dificultan una educación en y para los derechos humanos. Se nece- sita impostergablemente, construir aunque sea en un proceso lento pero sostenido, una cultura escolar distinta. Una escuela en que prive una cultura de la ética de la comuni- cación, en la que haya espacios de diálogo; en la que todos –profesores, alumnos, pa- dres de familia— puedan expresarse, com- prenderse, aclararse, coincidir, discrepar y comprometerse. En la que se valore el saber universal y sistemático y también el saber que los alumnos traen de su vida cotidiana. Sólo en una cultura escolar democrática es posible insertar con autenticidad una educa- ción en y para los derechos humanos. Esta cultura escolar democrática es una creación social, por consiguiente es posible de alcan- zar. Puede parecer un tanto redundante y tautológico, pero la educación en derechos humanos es precisamente la que puede con- tribuir significativamente a la construcción de la cultura escolar democrática”32 .

Las actuales autoridades del Ministerio de Edu- cación han decidido asumir el desafío de la re- novación del sistema educativo nacional a partir de un reconocimiento de la primacía de la per- sona humana, en toda su integralidad: intelec- tual, afectiva y moral, individual y colectiva. Es decir, a la persona humana con todos sus derechos. Hacer realidad esa renovación supo-

32 Magendzo, A., “Bases de una concepción pedagógica para educar en y para los derechos Humanos”. En: Carpeta Latinoamericana de Materiales Didácticos para Educación en Derechos Humanos, Módulo: Guía para Docentes. IIDH-Amnistía Internacional-NORAD, 1995. p. 2

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ne superar los rezagos existentes en el plano de los contenidos filosóficos, estéticos, científicos y técnicos, lo cual en sí mismo exige un arduo esfuerzo –en el que deben conjugarse los recur- sos materiales y humanos necesarios, así como las habilidades de planificación pertinentes y la audacia oportuna—, cuyos frutos no se verán tan en lo inmediato como sería de desear. Pero esta es nada más una de las caras de la actual renovación educativa: la otra es hacer de la edu- cación el eje dinamizador de una amplia refor- ma cultural y moral de la sociedad salvadoreña. Y para esto no es suficiente con que el sistema educativo fortalezca los contenidos conceptua- les y las pericias científico-técnicas que se en- señan en las escuelas. O, en otras palabras, para que la educación sea un eje dinamizador de la cultura nacional como cultivo de la vida no bas- ta con elevar su calidad, lo cual por lo demás es imprescindible.

Es preciso –y en esto hay un convenci- miento firme en las autoridades del Ministerio de Educación— fundar sobre nuevas bases el proceso educativo, de forma que pueda irra- diar –ahí donde se realice: el aula, el espacio familiar, la comunidad— una nueva cultura: el cultivo de valores, creencias, modos de ser y prácticas que hagan de la vida –principalmente la vida humana, pero también de la vida plane- taria— el centro de las preocupaciones econó- micas, políticas, sociales y medioambientales. Fundar sobre nuevas bases el proceso educativo supone, principalmente, superar críticamente la concepción educativa tradicional en la cual el aula es un espacio de reproducción de co- nocimientos memorísticos y repetitivos –que las modas “facilitadoras” han empobrecido en aquello que tiene de rescatable esa visión edu-

cativa— y de reproducción de una cultura au- toritaria, excluyente, intolerante y ajena a los valores humanos fundamentales. El gran desa- fío no es sólo convertir el aula en un espacio para el debate crítico –no bancario ni repetitivo- memorístico, sino dialogante y reflexivo— en torno a las distintas ramas del conocimiento y la contribución específica de cada una de ellas a la transformación de la realidad, sino en un foco de irradiación de una cultura democrática, an- clada en los derechos humanos fundamentales.

Ese es el desafío del que se han hecho cargo las actuales autoridades del Ministerio de Educación. Ya se han dado –se están dando— los primeros pasos en dirección a la renovación del sistema educativo nacional. Es mucho el ca- mino que queda por delante y muchos los obs- táculos a vencer. Obstáculos no sólo de carácter económico, sino político, social y cultural. Obs- táculos institucionales externos e internos. Iner- cias burocráticas; estilos tradicionales de obrar y de pensar… Contra todo esto tienen que bata- llar quienes, en el Ministerio Educación, están comprometidos con la creación de una praxis educativa distinta: una praxis educativa fundada en los derechos humanos y la democracia.

“Educar en derechos humanos es imposible –escribe Rosa María Mujica—, si se plantea hacerlo desde la fortaleza inexpugnable del que se considera superior a los otros, desde el castillo de una autoridad mal entendida, asumida como autoritarismo, como fuerza y como poder. Para ser educadores en de- rechos humanos y en democracia no basta que tengamos ideas claras o conocimientos teóricos sobre estos temas, es fundamental cumplir con una serie de condiciones indis-

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pensables que son, entre otras: el sentirnos afectivamente convencidos de su decisiva utilidad para la construcción de una socie- dad más humana; que nos comprometamos afectivamente tanto con el proyecto de so- ciedad que queremos construir como con las personas con las que trabajamos; que crea- mos en su capacidad de impacto transfor- mador en las vidas de las personas; que ten- gamos fe en que todos los seres humanos, hasta el último día de nuestras vidas, pode- mos cambiar, podemos ser mejores perso- nas, mejores sujetos, mejores humanos.

Los educadores en derechos humanos debe- mos revisar a fondo nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes. Esto implica de- sarrollar la capacidad de mirarnos a noso- tros mismos críticamente y la disposición a cambiar aquellos pensamientos, sentimien- tos o actitudes que hemos ido asimilando en nuestro propio proceso de formación y que son un obstáculo no sólo para lograr nuestro propio desarrollo integral, sino que también son un obstáculo para el desarrollo de las personas que nos rodean, con las que vivi- mos o con las que trabajamos”33 .

IV. Reflexión final

Más allá de la problemática teórica invo- lucrada en las relaciones existentes entre cultu- ra, educación e integración social, el asunto más complejo es desentrañar su concreción efectiva en una sociedad determinada. En el caso de El Salvador, la tarea no es nada fácil, pues estamos ante una sociedad caracterizada por un flujo permanente de dinámicas socio-culturales, eco- nómicas y políticas que dificultan identificar, en

medio de la vorágine del ir y venir de los acon- tecimientos, aquellos ejes que, bajo la super- ficie, son los que permiten explicar los ritmos y las tendencias más profundas de una nación. El Salvador pareciera estar condenado a ser un país siempre en movimiento; un país en el cual lo excepcional es la moderación y la templanza.

Quizás el constante movimiento de indi- viduos y grupos –el activismo desenfrenado que en definitiva nos caracteriza como sociedad— sea un signo de vitalidad, de ser una sociedad que se niega a morir en la inanición y la des- esperanza. Pero la pregunta inevitable es si ese activismo desenfrenado lleva a algún lado, o es nada más un dar vueltas en un círculo vicioso que agota las energías individuales y colectivas sin otro sentido más que el de sobrevivir. Si es esto último lo que está sucediendo, en verdad estamos en una situación dramática, porque en una sociedad en la que lo único que cuenta es la sobrevivencia lo más probable es que se des- encadene –en un contexto de exclusión, preca- riedad y falta de oportunidades— una guerra de todos contra todos.

Definitivamente, se tiene que romper con el círculo vicioso del activismo desenfrena- do. Es una de las grandes taras de la cultura sal- vadoreña. La reforma cultural y moral de la so- ciedad debe apuntar a la superación de la visión de mundo según la cual lo único que importa es obtener ventajas expensas de los demás. El sistema educativo nacional tiene que hacerse cargo de esta tara y poner en marcha los meca- nismos que ayuden a su superación. Esa es la manera cómo la educación puede contribuir a corregir las falencias de El Salvador en materia de integración social y cultural.

San Salvador, 20 de mayo de 2010.

33 Mujica, R. M., “La metodología de la educación en derechos humanos”. Instituto Interamericano de Derechos Humanos, San José, Costa Rica 2002, pp. 3-4.

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